lunes, 19 de marzo de 2012

El viaje de Gerardo IV. ¡La chamba es chévere!

6.30 AM. El despertador arranca el día en medio de locos ring-rings que Gerardo silencia rápidamente para no robar el sueño a sus compañeros. La mayor parte de la noche se la había pasado despierto, pensando, yendo al baño de puntillas y dando vueltas en la cama. Se levantó sin pedirle al reloj un minuto más de piedad, y se dirigió al baño para quitarse el miedo en la ducha... intención que no logró alcanzar su objetivo. Hizo callar los nervios de su tripa con un copioso desayuno a base de las sobras que Diana le había ofrecido en un táper. Inspiró, expiró, inspiró, expiró, inspiró... y al fin abrió la puerta que le alejaba un poco más a la incertidumbre.

Primero un pie, después otro... caminar no era difícil, sabía hacerlo, pero ese día pareciera que la gravedad fuese otra. Cuando alzó la vista, se erigía ante sus ojos El Centro Ecológico, esa especie de centro comercial alternativo sobre el que le llegaba información confusa. Sin dilación puso rumbo a la sala vacía desde la que se accedía al taller del responsable de mantenimiento al que en una temporadita tendría que reemplazar, Pedro.

Apenas faltaban unos minutos para las 8AM, hora a la que comenzaba su jornada laboral, pero el lugar rezumaba de actividad. Escoba en mano, tres mujeres entraban y salían de los distintos espacios; varixs chicxs jóvenes entraban somnolientxs en el almacén de la cocina, y salían convertidxs en uniformadxs cocinerxs especialistas en verduras; dos curtidos latinos transportaban pesadas mercancías de un lugar a otro... Y allí estaba él, otra hormiga más de la colonia, dispuesto a mimetizarse en el correteo de lxs demás.

Abrió tímidamente la puerta, casi temblando por una vergüenza que a sus 36 años no había conseguido doblegar. Atravesó la polvorienta estancia y se dirigió a las escaleras que descendían hacia el taller. Silenciosamente, como temiendo interrumpir a Dios en su observación de los acontecimientos, se adentró en ese lugar de luz artificial y aire viciado que era el taller. El tal Pedro, también de origen sudamericano, se encontraba lijando una pieza grande de madera. Gerardo no se había esforzado mucho en imaginar cómo era, así que no se sorprendió en ver a un hombre de baja estatura, musculado, tatuado en cada centímetro  de sus fuertes brazos, con el típico corte militar en su cabello, un arete de oro en la oreja derecha y expresión de hostilidad, cansancio y amargura en su rostro.

- Buenos días - saludó Gerardo después de haber carraspeado nervioso.

- Tú eres Gerardo - gruñó Pedro sin ningún atisbo de interés en él. - ¿Es verdad que eres primo de Rafael?

- Sí - contestó Gerardo sin saber si eso era bueno o malo.

- Entonces eres peruano - concluyó con cara de desprecio.

- Sí - afirmó Gerardo confirmando la sospecha de que el acento de Pedro era de Ecuador.

- Bueno, yo soy Pedro y ésta es la lista de tareas pendientes - le dijo sin mirarle mientras le mostraba tres folios grapados. - ¿Sabes algo de carpintería? Bueno, ¿sabes algo?

- De carpintería no sé nada, pero soy electrónico así que sé manejarme con circuitos eléctricos, y también sé algo de mecánica.

- Pues aquí vas a tener que hacer de todo, así que lo mejor es que me observes y aprendas - contestó tajante ese hombre cuyo puesto ocuparía en un par de meses.

Sin atreverse a contestar, se quitó el abrigo y lo apoyó sobre un mueble que había a su izquierda. Mirase donde mirase, todo era caos. A él le gustaban las cosas ordenadas y limpias, y aquello no respondía a ninguna de esas dos características. Se quedó de pie, atento a los movimientos de Pedro, que se disponía a retomar el contacto con la lijadora para terminar de definir la pieza que tenía frente a sí. La rapidez de movimientos del hombre parecía denotar la sencillez de la tarea.

- Quieren unas tarimas para no sé qué - comenzó a hablar Pedro. - Ni siquiera me molesté en preguntar para qué, porque les conozco y seguramente cambien de opinión en algún momento y decidan que es mejor hacer otra cosa. Prueba tú, vamos.


Gerardo se recogió las mangas de la chaqueta y agarró la máquina como le había visto hacer a Pedro y comenzó a moverla sobre la madera como su "compañero" había hecho. La lijadora era muy pesada, y la fricción con la superficie de la pieza exigía más fuerza a sus brazos. Era más difícil de lo que esperaba.


- Lo sabía, no vales para esto. ¿Pero tú te crees que se puede hacer así? ¡Fuerza! ¡Rapidez! - le espetó enojado Pedro mientras le cogía la máquina de las manos y le mostraba cómo hacerlo.

- Es la primera vez que hago esto en mi vida. No tengo práctica y además es demasiado pesada como para hacerlo más rápido - rebatió Gerardo intentando defenderse, sintiéndose un tanto molesto por el trato que Pedro le estaba brindando.

- Eres un hombre, no una mujer. Tus brazos deberían ser fuertes para hacer esto. Ya veo que prefieren contratar a la familia en vez de a personas que de verdad valgan para este trabajo. Pues ponte a hacer taquitos para las mesas del restaurante, que hay algunas que se mueven.

Pedro le mostró a Gerardo la forma en que tenía que hacer su tarea y volvió a su pesada lijadora dándole la espalda. A Gerardo se le hacía difícil entender el motivo por el que ese hombre le trataba así. ¿Era por los conflictos entre sus países? ¿Era por demostrar que trabajaba mejor que nadie? ¿Era simplemente porque le gustaba humillarle? La parte buena de todo eso es que no se prolongaría por mucho tiempo. Pedro se iba de la empresa porque había decidido retornar a su país, así que Gerardo se quedaría en su lugar, y debía aprovechar ese tiempo previo para aprender todo lo posible y hacerlo muy bien cuando toda la responsabilidad recayera sobre él.

Silenciosos los dos trabajadores, pulían la madera cada cual con su propósito. A Gerardo le gustaba su tacto, le gustaba descubrir que podía hacer algo nuevo y, aunque lento, asumía como proceso lo que le había tocado vivir ese día. Pedro apenas le miraba, y cuando lo hacía no se esforzaba en ocultar su desprecio. Desconocía el tiempo transcurrido en el momento en el que un tercer hombre entró en el taller. Vestía vaqueros y camisa, y aunque estuviera ya calvo, no parecía ser mucho mayor que Gerardo. Su mirada era fría, y por el pequeño atisbo de rigidez que observó en la postura de Pedro, dedujo que se trataba de alguien importante.

- Buenas, ¿qué tal? - saludó el hombre posando su mirada sobre Gerardo. - Tú debes de ser Gerardo. Diana me habló sobre ti. Yo soy Agustín - añadió extendiendo la mano en forma de saludo. Gerardo se levantó respetuoso para responder a su gesto. - Me encargo de coordinar un poco todo, así que si tienes algún tipo de problema o duda me lo preguntas directamente a mí. Yo me encargo de pasarle las tareas a Pedro, así como haré contigo una vez que él se vaya. Bueno, veo que estáis ocupados, así que no os molesto más. ¡Ah! Pedro, no te olvides que hay que cambiar las bombillas fundidas del restaurente. Hacedlo cuanto antes porque antes de la apertura de las comidas tiene que estar listo. -
Sin más, Agustín salió del lugar dejando una estela aromática de loción post-afeitado.

- ¿No lo conocías? - preguntó extrañado Pedro.

- No - contestó Gerardo intrigado por la forma en que Pedro si dirigió a él.

- Pues es los ojos, los oídos, los brazos y la voz del dueño de todo esto, así que te interesa llevarte bien con él. Además es el hermano de Diana... ¿de verdad no lo conocías?

- No, yo sólo conozco a mi primo y su esposa - contestó Gerardo dándose cuenta de que quizás su parentesco le podría dificultar su relación con sus compañerxs.

- Ya lo conoces pues. Vamos entonces a ver esos focos que dice antes de que llame para recordárnoslo.

Pedro cogió una escalera y bombillas de repuesto para ir al restaurante, y Gerardo le siguió como se esperaba que lo hiciese. A Gerardo el restaurante le parecía un local bastante grande para ser un vegetariano, así que concluyó que en Europa debía de haber muchas personas vegetarianas. Serían casi las 13 horas, y un puñado de camarerxs se estaban ocupando de que las mesas estuviesen listas para atender a lxs comensales. Carlos era uno de esxs camarerxs que correteaban entre las mesas, pero su actitud era mucho más seria que la que le había mostrado en casa. Gerardo decidió no molestarlo en su quehacer.

Callado y obediente, Gerardo sostuvo la escalera de Pedro mientras éste hacía todo el trabajo. Él podía haberlo hecho perfectamente, pero temía decirlo por si Pedro lo volvía a humillar, así que se limitó a alcanzarle las cosas que él le iba pidiendo. Su primo Rafael le había comentado que era carpintero de profesión, pero de estar aquí y allá había aprendido un poquito de todo. Gerardo empezaba a dudar poder estar a la altura de tremendas expectativas. Estaba seguro de poder hacer casi cualquier tipo de instalación y reparación eléctrica, pero ¿y la carpintería, la fontanería, la albañilería? Debía alimentarse de la experiencia de ese hombre orgulloso y refunfuñón antes de quedarse al cargo del puesto.

Las horas pasaban y entre los dos iban sacando poco a poco algunas de las tareas encomendadas. Pedro no confiaba en él y no le dejaba hacer nada complejo, pero a lo largo del día se encontró realizando varias tareas sencillas que de alguna forma agilizarían su trabajo. Yendo de un lado a otro a atender a todas las peticiones de la empresa, fue viendo el repertorio de responsabilidades que le podrían atribuir, así como las personas a las que tendría que ver la cara cada día. Rara vez perdía de vista los movimientos de Pedro, pretendiendo que con sólo observarlos sus manos pudieran reproducirlos. Ojalá fuera así. Sentía hambre, pero Pedro no paraba en ningún momento de trabajar y le daba vergüenza preguntarle.

La 1, las 2, las 3, las 4... El día no parecía terminar nunca, y el cansancio y el hambre se acumulaban para terminar comprendiendo el carácter de su compañero. Las 5, las 6... ¿Hasta qué hora estarían allí? Ya llevaba más de 11 horas trabajando junto a aquel hombre de mirada hostil. Las 7, las 8... Gerardo pensaba que esas jornadas sólo existían en Perú... por lo que se estaba dando cuenta de que la imagen que le habían transmitido de Europa no era totalmente cierta. Quizás no fuera siempre así, o quizás sólo fuera así para la gente extranjera... quizás. Fuera como fuese, iba a seguir trabajando hasta el momento que Pedro le ordenara.

Pasadas las 20h, el ecuatoriano dejó lo que estaba haciendo y sóltó un "vámonos a casa" cansado y apático. A Gerardo le rugían las tripas, así que estaba deseando salir de allí y comer. Juntos fueron hasta la tienda de El Centro Ecológico, y allí Pedro le explicó que cada día debía apuntar junto a su nombre las horas de entrada y salida en una hoja que guardaba en el mostrador la dependienta. No sabía por qué había que hacer eso, pero tampoco le interesaba mucho en aquel momento. Irse, ducharse, comer y descansar eran una prioridad, así que anotó rápidamente "Gerardo: 8.00h-20.40h" y se despidió de Pedro y la dependienta cuyo nombre no se molestó en preguntar.

Casi corriendo se dirigió a su casa para poder ducharse y quitarse polvo y sudor de cada uno de los poros de su piel. El día había sido muy duro, extraño y difícil, y le apetecía ir a ese sitio que pretendía suplir lo que en Lima era su casa. Nada más llegar se duchó apresurado con intención de salir y comprar algo para hacerse una cena que le hiciese recobrar las fuerzas.

No sabía dónde estaban las tiendas de su barrio, ni tampoco cómo estarían los precios. Rafael se había encargado de cambiarle a euros los 80 dólares que llevaba para empezar su nueva vida. ¿Qué podría comprar con ese dinero? ¿Qué era caro y qué era barato en ese condenado país? Entró en un supermercado que cerraba en 15 minutos y cogió aceite de girasol, sal, arroz, pan y media docena de huevos. Se gastó poco más de 5€, que serían unos 20 soles. El cansancio no le dejaba asumir ni una novedad más de ese maldito día, así que se dirigió a casa sin pensar demasiado en el dinero y en la gestión que de él iba a hacer, teniendo en cuenta la deuda que había contraído con Diana para llegar a España y el ahorro que se había propuesto alcanzar.

Arrastrando los pies procuró impedir que la desorientación le llevase por el camino equivocado de vuelta a su casa, por lo que tuvo que poner mucha atención al fijarse en los detalles. En Madrid todo parecía más seguro que en Lima, pero la gente parecía tener más prisa. Muchxs latinxs como él caminaban por la calle, algunxs con hijxs que quizás no habían conocido nunca el país de origen de su madre y padre. No pudo evitar acordarse de su familia y se dejó atrapar por la tristeza. Como escuchado por Dios, vio en la acera de enfrenet un locutorio, así que cruzó y entró.

- ¿Llamada internacional? - preguntó Gerardo al chico de la cabina.

- Sí, pasa no más a una de las cabinas - le respondió sin separar demasiado la vista de su ordenador.



La 6 le pareció bien, más que nada porque era la única que estaba libre. Se metió en ella, posó la bolsa de la compra en el suelo y se dispuso a marcar el número de teléfono que a fuego tenía gravado en su memoria previa marcación de los prefijos 00 de internacional, 51 de Perú y 1de Lima. El teléfono comenzó a devolverle unos "piiiiii" llenos de esperanza.

- ¿Aló? - se escuchó una voz femenina al otro lado de la línea.

- Mamá, habla Gerardo.

- ¡Ay, Gerardo! ¡Mi papito lindo! ¡¿Cómo estás?1 - preguntó su madre haciéndole separar un poco el auricular del oído.

- ¡Muy bien, mamá! ¡Todo el mundo es muy amable conmigo y la chamba es chévere!

Continuará...

miércoles, 14 de marzo de 2012

El viaje de Gerardo III. Diarrea prelaboral

Rafael y Diana le habían dicho en Perú que su nuevo empleo sería muy gratificante, el salario considerablemente interesante, su empresa como una gran familia reinada por la armonía y España un lugar tranquilo donde los días se le pasarían volando. Dicho así, pareciera que lo que le esperaba fueran unas vacaciones pagadas. ¿Por qué no tenía entonces la sensación de que las cosas fueran a suceder así?


El proceso de adaptación era precisamente eso: un proceso. Desconocía el tiempo necesario para sentirse como en casa. En realidad desconocía si en algún momento se sentiría como en casa. Decidió adoptar una postura pragmática y aparcar la nostalgia, vivir un día a día sobrio y luchar por alcanzar el objetivo económico que motivó su aventura española.


Diana era una mujer maravillosa. En su viaje por Sudamérica conoció a Rafael, del que se enamoró, y juntxs atendieron al propósito de reclutar trabajadorxs para "El Centro Ecológico", ese restaurante que por momentos se le antojaba el Santo Grial. La mente de Gerardo asociaba ese gesto con una generosidad desmedida. Ella tenía en sus manos el sueño de muchxs latinxs, y con decisión se dispuso a dotarlo de los medios necesarios para que se hiciera realidad. Aparte de al mismo Rafael, El Centro Ecológico le dio la oportunidad a otras 4 personas, siendo Gerardo el que se incorporó en último lugar.


Disipado el jet lag y la confusión inherente a una nueva vida cuya separación de la anterior era de simplemente 13 horas, Gerardo comenzó a hacerse a la idea de su responsabilidad con su nueva empresa, así que decidió ir a su nueva vivienda junto a sus nuevos compañeros para poder incorporarse al día siguiente a su trabajo. El trayecto en transporte público hasta su apartamento era de dos horas, así que sus primos se ofrecieron amablemente a acercarlo para acortar tiempo y para evitar que se perdiera, hecho que indudablemente sucedería en el caso de que él optase por irse solo en autobús.

Así pues, posó por fin sus pies en lo que sería su hogar durante al menos 2 años. No tenía el menor aspecto de hogar, sinceramente, pero no pretendía prestarle demasiada atención a ese detalle. Entró con sus propias llaves en un momento en el que todos sus compañeros se encontraban descansando mientras escuchaban salsa, pues se encontraban en el instante intermedio entre el turno de las comidas y el turno de las cenas. Ellos ya llevaban más tiempo en España, pero no por ello aparentaban estar realmente adaptados. Se fueron presentando uno a uno.

Carlos era un antiguo compañero de trabajo de Rafael. Era un par de años más joven que él, pero más bien parecía al revés. Su voz era perfecta para una comedia televisiva, y reforzaba esa asociación canturreando por toda la estancia. Era muy vivaracho y divertido... aunque su intuición le susurraba que tras sus ojos se escondía una densa sombra de tristeza.

Por su parte, David era el esposo de Claudia (hermana de Rafael), al que ya conocía de Lima. No esperaba encontrarlo en Madrid, y en cierto modo le reconfortó convivir con alguien conocido. Era un hombre bastante arisco y lo notaba cambiado desde la última vez en que lo había visto: más ojeroso, canoso, flaco y hundido. Gerardo desconocía el motivo, pero esperaba que no tuviera que ver con el trabajo o su estancia en España. Aún así, hubo tiempo para conversar un poco, y le contó entre divertido y decepcionado su confusión con respecto al término "office", pues en su primer día de trabajo tuvo que colgar el elegante traje que había llevado para trabajar en la "oficina", al comprobar que realmente se trataba de "lavaplatos". "Anécdotas de principiante", pensó Gerardo, dándose cuenta de que pronto le tocaría a él comenzar la colección de ridículos recuerdos fruto de la brecha cultural.

Por último, estaba Brian, hermano de la ex-esposa de Rafael. Abierto y espontáneo, mostraba un carácter un tanto agresivo. Su decepción era notable, y en seguida se la achacó a la empresa, a Rafael y a Diana. "Un mal día", pensó Gerardo, aunque en su interior comenzaba a alimentar las dudas que albergaba con respecto a su decisión y el miedo frente a lo que ésta le deparaba.

Sus compañeros de cuarto parecían agradables, a pesar de todo, pero había algo en ellos que lo había preocupado. Algo le decía que la idílica situación que le habían descrito no era tal, pero no quería hipotetizar sobre algo que todavía no conocía de primera mano. Pronto se quedó solo en la estancia porque los chicos tuvieron que partir hacia el trabajo. Los nervios le impedían separarse del baño, al que tuvo que correr tantas veces que perdió la cuenta. Intentó dormir, pero el sueño le abandonaba para que pudiera reencontrarse nuevamente con el wc.

El concepto de sueño que él había perfilado en su cabeza, se estaba transformando poco a poco en pesadilla. Su fe le tranquilizaba un poco y le permitía confiar en que todo saldría bien, aunque intuía que durante un tiempo le iba a costar percibirlo. Fuera como fuese, Dios le acompañaba y no permitiría que le pasase nada malo.

Cuando sus compañeros llegaron del trabajo, él todavía no había conseguido pegar ojo. Prefirió hacerse el dormido para no tener que hablar, aunque fue un poco difícil porque su irrupción en la estancia fue bastante sonora. Hablaban del servicio, de las comandas, de las bellas mujeres de la mesa 3 y del mal carácter de su responsable directa. Afortunadamente, el cansancio pudo más que las ganas de charlotear y pronto todos apagaron las luces y se acostaron en sus respectivas camas.

No pasó mucho tiempo hasta que Gerardo comenzó a oír sus respiraciones pausadas y algún ronquido que otro. El sueño finalmente parecía que le estaba venciendo también a él y sus párpados comenzaron a hacerse terriblemente pesados. Fue entonces cuando le oyó. No sabía cuál de sus tres compañeros era, pero el sonido que emitía era inconfundiblemente el del llanto. "Los hombres no lloran", pensó mientras escuchaba. Suspiró y sintió como una lágrima acariciaba silenciosamente su mejilla.

Continuará...

jueves, 8 de marzo de 2012

El viaje de Gerardo II. El aterrizaje

El vuelo hacia su nuevo destino fue poco menos que una tortura. Turbulencias, poca comida y, sobre todo, mucho aburrimiento. Aún así, la perspectiva de un cambio tan grande comenzaba a traspasar la barrera del miedo para conseguir hacerle un poco de ilusión. Conocía a mucha gente que se moría de ganas por gozar de la oportunidad que a él le estaban brindando. Debía aprovecharla lo máximo posible.

Sus ojos no podían despegarse de su reloj, calculando cada 2 minutos el tiempo restante para llegar a Madrid. El ser humano era tremendamente masoquista al haber ideado el avión como medio de transporte. Gerardo creía poder llegar antes caminando sobre las aguas que en ese monstruoso aparato en el que se sentía encerrado. Aunque por otro lado... no sabía nadar, así que la perspectiva de sobrevolar el océano le quitaba bastante el sueño.

En algún momento Dios fue misericordioso e hizo que el piloto anunciara el aterrizaje en Barajas. Gerardo se aferró fuertemente a los reposabrazos, cerró los ojos y rezó para llegar vivo a la capital española. Y así fue. En cuanto pudo se liberó del cinturón y se apresuró en huir de esa prisión para poder respirar aire fresco después de tantas horas de viaje.


Por mucho que le hubieran contado acerca  del tamaño del aeropuerto de Madrid... ninguna descripción acertó con lo que él estaba viendo. Un laberinto de flechas, controles, escaleras y ascensores. ¿Sería así todo en España? ¿Grande y moderno, la gente tan a la moda? Aunque no quisiera, tendría que averiguarlo tarde o temprano. Poco a poco fue pasando del miedo a la esperanza. Sintió que España le podía deparar algo más que un trabajo con el que costearse una vivienda en su linda Lima.

Debía de ser el orgullo de su familia, debía de ser fuerte para sobrellevar ese cambio con entereza... Vio a una pareja y se dirigió a ellxs para que le tomaran una foto que inmortalizase su llegada a Madrid. Posó sonriente para aliviar la preocupación de su madre, con la que sin falta se comunicaría en breve.

"¡Gerardo! ¡Gerardo!" Se volteó al escuchar su nombre y se topó con Rafael y Diana. Ambxs sonreían divertidxs al verle tan bien adaptado a su nueva realidad, codeándose con españolxs a pesar de su timidez. Se abrazaron tras el reecuentro y se dirigieron al coche rumbo a su nueva vida. A pesar de su excitación, estaba sumamente cansado por el viaje. Necesitaba darse una ducha, comer algo y dormir en posición horizontal. Pero sus primxs tenían planes diferentes para él: ése sería su primer día de trabajo. Gerardo se negó en rotundo, pero no pudo eludir la responsabilidad de ir a conocer su lugar de trabajo.

Algo más de media horita en coche y llegaron al restaurante, un local inmenso donde se servía comida vegetariana, terreno que Gerardo desconocía bastante. Le enseñaron amablemente todas las instalaciones como buenos anfitriones y jefxs, conduciéndole por cada uno de los rincones de lo que a partir de entonces sería su segundo hogar. Aparte de restaurante había tiendas, oficinas, salas de conferencias... Un pequeño imperio alternativo cuyo mantenimiento dependía de su trabajo.

Una vez inspeccionado todo ese nuevo mundo, sus primxs decidieron llevarle al lugar donde viviría durante ese tiempo. Estaba a poco más de 10 minutos caminando de su centro de trabajo, lo cual le pareció muy bien porque no perdería mucho tiempo en los desplazamientos diarios. En cuanto a la vivienda... bueno... las había visto mejores. Se trataba de una sola estancia (cocina, salón y habitación) en la que se disponían cuatro catres, además de un baño. Gerardo nunca había dormido con desconocidos, y la idea de hacerlo le preocupaba un poco. Todos eran peruanos, todos trabajaban para Rafael y Diana. En seguida se dio cuenta de que tendría que renunciar a su intimidad...

Mareado de tanta novedad, de tan repentino cambio, sus primxs se apiadaron de él y se lo llevaron a su casa para que pasara con ellxs un par de días. Su hospitalidad fue gratamente refrescante. Se preocupaban por que su cama contara con las mantas suficientes, su vaso con agua, su plato con comida y, en definitiva, su rostro con una sonrisa.
 
Esos dos días de transición a la vida española fueron un gran regalo de bienvenida. Cerró los ojos, respiró hondo y conversó con Dios un rato. Iba a necesitar compañía durante ese tiempito, y quién mejor que él para tomarle la mano e insuflarle el aliento que necesitaba. El cansancio le venció y se quedó dormido en seguida. Todo tenía que salir bien... no había viajado a la otra punta del mundo para que las cosas fueran a peor.

Continuará...

miércoles, 7 de marzo de 2012

El viaje de Gerardo I. El origen

Los días se sucedían tranquilos sin demasiada novedad. Gerardo comenzó el 2007 sin empleo y, al parecer, sin perspectivas de poder encontrarlo en un futuro a corto plazo. Le encantaba su último trabajo instalando alarmas por todo el Perú, pero de nada valía lamentarse añorando algo que ya no se tenía. Paciencia y fe: dos palabras que, hechas a su medida, bañaban con su magia cada amanecer.

Vivía con su madre y uno de sus hermanos, y ambos trabajaban, así que él tenía todo el tiempo del mundo para pensar. Como era una actividad que no le atraía demasiado hacer, opacaba todos esos diálogos internos con música, mientras su perro Thor le ofrecía la más fiel de las compañías.

Había mucha gente que huía... ¿de sus familias?, ¿de sus orígenes?, ¿de la miseria? Gerardo no entendía muy bien de qué, pero lo cierto es que eran muchxs lxs que soñaban con irse lejos. Norteamérica y Europa eran los destinos predilectos entre sus compatriotas, pero para él no existía paraíso más bello que Perú.

Emigrar no era una opción en su mente, y mucho menos en su corazón. No lo era hasta que lo fue. Todo fue muy rápido, muy fácil, muy obvio. Su primo Rafael le hizo una visita con su esposa española Diana, accionista de una empresa hostelera madrileña en pleno crecimiento. Rafael ya había pasado a formar parte de esa misma empresa, y estaba reclutando a más trabajadorxs peruanxs que sirvieran bien a los objetivos del propietario de la misma. Habiendo tantxs compatriotas, se lo fueron a proponer precisamente al que menos anhelaba partir.

Las expectativas eran bastante favorecedoras. Un par de años trabajando en el mantenimiento de la empresa con un salario bastante aceptable, y podría ahorrar lo suficiente como para poder construir una casa en la que vivir junto a su madre y hermano en algún lugar tranquilo de Lima. Parecía fácil. Accedió a la propuesta sin ni siquiera darle una tercera vuelta en su mente.

En seguida comenzaron los trámites para su viaje y de la nada nació y creció una deuda contraída hacia su nueva empresa en España. Ellxs le pagaban todo por adelantado: billete, alquiler de una vivienda... Con un poco de tiempo de trabajo, podría dejar de deberles plata para comenzar su proyecto de ahorro. Para él no era más que un sacrificio temporal de cuyo resultado se beneficiaría toda su familia. Podía hacerlo. Quería hacerlo.


Llegó el día. Lo que parecía fácil resultó ser un poquito más difícil. Su madre lloraba, su hermano pequeño se ocultaba entre forzadas bromas para calmar una tensión in crescendo, su hermano mayor caminaba ansioso de un lado para otro, su padre era la personificación del silencio y cada una de las personas que terminaban de completar su familia demostraba sus respectivos nerviosismos a su manera. Ante tal escena, Gerardo buscó dentro de sí para encontrar la calma y poder compartirla con lxs demás.

El aeropuerto Jorge Chávez se convirtió en la puerta hacia un nuevo mundo donde estrenarse en una larga lista de nuevas experiencias: primera vez que volaba, primera vez que salía del país, primera vez que se alejaba tanto de su familia... Paciencia y fe, sus dos virtudes, le acompañaron mientras embarcaba, le acompañaron mientras despegaba y le acompañarían durante más tiempo del que él creyó haber necesitado. ¡Adiós, Perú!

Continuará...

El viaje de Gerardo. Introducción

Me apetece escribir una historia real. De esas que cuando te las cuentan, no te las crees. La verdad siempre supera la ficción. Cambian los nombres... pero el resto es verídico. Dedicado a su protagonista, que quizás muchxs de vosotrxs conozcáis.



Introducción

Se levantó tras oír la lavadora funcionar. ¿Es que nadie podía respetar sus horas de sueño? Observó con los ojos entrecerrados el reloj para comprobar que ya eran las 12.10, así que se resignó a levantarse para comenzar un nuevo día.

Lucía exprimía naranjas en la cocina, a sabiendas de que la lavadora ya le habría despertado. Le dio los buenos días con carita de ángel, como si no se hubiera dado cuenta de que el ruído le había arrancado de entre las sábanas. Era muy difícil enfadarse con ella, así que no pudo más que sonreír y besarla.

Últimamente estaba un poco histérica con la situación, así que no tardó mucho en sacar el tema... La primera pregunta fue "¿ya has visto tu vida laboral?" Y de ahí siguió como una metralleta: "¿cuánto tiempo has cotizado? Es que hay que tenerlo en cuenta para saber cuánto tiempo te corresponde cobrar el paro y..." Su verborrea matutina lo golpeó como un látigo, haciéndole sentarse en el sofá a la espera de que se tranquilizara.

Cuando Lucía abrió el sobre y extrajo de él la puñetera vida laboral, comenzó a gritar como poseída por el diablo "¡hijos de puta!, ¡hijos de puta! ¡¿Llevas más de 4 años trabajando ahí, y sólo tienes cotizados 2 años?! ¡hijos de puta!, ¡cabrones!" A veces llegaba a pensar que a ella le dolía más su situación que a él mismo. Desde luego, el día que la fabricaron se les fue un poco la mano con la sensibilidad...

Cual tigresa atrapada en una jaula, comenzó a agitarse por todo el apartamento, esquivando repetidamente los muebles que obstaculizaban el paso entre una y otra estancia. Pronto empezaron el llanto, la furia, las amenazas ficticias y, finalmente, la calma. Siempre hacía lo mismo, pero ya hacía tiempo que se había habituado a su forma de afrontar las adversidades.

Ya calmadxs, Gerardo y Lucía se sentaron a beber sus zumos entre risas despreocupadas, amargos recuerdos teñidos de comicidad y la certeza de que todo iría a mejor... No podía ser de otra manera. Ése era el último día de una fase que ya se había hundido en la decadencia. El primer día de una adorable incertidumbre fruto de la libertad. Ése era el día en que Gerardo colgaría su delantal y diría adiós a su patrón.

Continuará...

viernes, 27 de enero de 2012

Un minuto para Adam

Llegó. En un parpadeo se sentó apoyando su espalda a la luna del establecimiento. Allí se quedó, durante meses, a la intemperie, bajo el sol y la lluvia, ya hiciera frío o calor. Cada mañana se sentaba en su rinconcito, y cada noche se despedía camino a ninguna parte. Su rutina se convirtió en la de todxs y su figura se mimetizó con el mobiliario que al otro lado del escaparate marcaba la diferencia entre dos mundos aparentemente irreconciliables.

Cientos de personas pasaban frente a él cada día y, pasado el tiempo, alguna que otra comenzó a percatarse de su fiel presencia. Siempre tenía una sonrisa que regalarte, aunque su corazón bombeara lágrimas, y pronto llegaron los saludos fortuitos que sin proponérselo dieron lugar a un intercambio humano de trayectorias vitales. Ya nadie ignoraba su nombre, Adam, ni tampoco su procedencia, Ghana.

Su discurso irradiaba alegría y optimismo, aunque entre sus pestañas se hacía legible la tristeza nacida de la soledad. Él era capaz de salir del agujero, era capaz de hablarte en 5 idiomas, era capaz de hacer cualquier cosa de las que tú hacías en tu trabajo, pero la vida lo había llevado a una situación por aquel entonces transitoria. No se pueden contar las personas que a su lado se sentaron, que por él se preocuparon, que un día le daban dinero, otro comida y otro, incluso, trabajo.

Quizás acudió a alguna de esas entrevistas de trabajo, quizás. Un día le llegó la oportunidad de hacerse entre fogones, contexto en el que él había prosperado durante años. Aquellxs que sabían del acontecimiento, esperaron expectantes el resultado de ese reencuentro con la vida laboral. Todxs aplaudían la idea y confiaban que de allí saldría un nuevo Adam, más fuerte y capaz de reconstruir su vida y, siendo un poco ilusxs, de recuperar a su familia. Pero... la energía necesaria para afrontar tal reto hacía tiempo que lo había abandonado, sin él haberse percatado siquiera de ello. Desnutrido y enfermo, sus piernas no obedecieron ante la demanda de sostenerle y le tendieron en el suelo, abatido ante la posibilidad de que ese descenso hacia la exclusión, la marginación y la indigencia no tuviera retorno.



El paréntesis de ilusión dio paso a la habitual jornada laboral de corteses saludos hacia lxs vecinxs y clientes. Las conversaciones con Adam cada vez iban adquiriendo un tinte más fatalista, más iracundo, abandonando la sonrisa por momentos. Su caminar serpenteante por la acera, su higiene cada vez más ausente y su discurso casi esquizoide olían a alcohol. Se hundió. Se perdió. Se fue.

Adam no se volvió a dejar ver por la que había sido su "oficina" durante lo que probablemente haya sido un año, ¿quién sabe medir el tiempo? Algunxs ni se dieron cuenta, otrxs preguntaban por él esporádicamente y unxs poquillxs seguían viniendo con tapers, ropa y monedas, a la espera de que su receptor volviera para aceptar una ayuda que realmente no había pedido a nadie. "¿Qué será de Adam?", nos preguntamos muchxs.

Pasó el tiempo, tan rápido, tan lento. En uno de esos días de calor, en los que el sol y la brisa realmente son regalos que acarician la piel, vi una sombra a lo lejos. Simulaba una cáscara de algo que en algún momento tuvo vida. La distancia, cada vez más corta, dibujaba un contorno a ese personaje al que pronto pude llamar Adam. Sentado bajo otro escaparate distinto, con el sol castigando una piel cuarteada, como esperando a la muerte desde cualquier de sus grietas, miraba hacia ninguna parte, con los ojos medio cerrados ya sea por el alcohol, por el sueño o por la enfermedad. Pellejo sobre hueso, polvo columpiándose entre sus rizos, pies descalzos (aunque el izquierdo vestía una escayola), tristeza dibujada en un rostro sin edad.

Me acerqué, le sonreí, le hablé. Me miró, esforzó una sonrisa desdentada y me respondió, costándole recordar por qué me conocía. Su hija, su mujer, fantasmas presentes en la vida de un espectro. La enfermedad, el sufrimiento, compañeros de viaje de un vagabundo. El mundo es tan pequeño que olvidaba donde se encontraba, pero tan grande que no encontraba el camino a su tierra. ¿Qué le ata a España? ¿Qué le ata a la vida? Rabia en sus gritos, dolor en sus lágrimas. Nos dimos un abrazo empapado en llanto y me alejé impotente preguntándome cuál es el límite que impone el cuerpo, cuándo dice ¡basta! y se desvanece entre lxs vivxs.

sábado, 21 de enero de 2012

La princesa amazona

Para Eva


Media docena de inocentes rostros denotaban una expectación que casi se podía masticar. Los ojos, abiertos y brillantes como luceros, reflejaban la inquietud propia de la intriga. El golpeteo impaciente de los piececitos contra el suelo hacía añicos el silencio.

Sin duda, una de las cosas que más le gustaba a Elena de ir al pueblo de su padre era visitar la casa de la abuela de Lucía para escuchar sus cuentos. Cada una de sus palabras los transportaba a mundos ocultos donde el aire estaba cargado de fantasía. Criptas con monstruos prisioneros, valientes caballeros con espadas relucientes, duendes traviesos divirtiéndose a costa de los humanos, barcos varados tras oír los cantos de bellas sirenas, animales que hablan, árboles que caminan, bosques encantados… Cada día un cuento nuevo, un nuevo viaje.

La espera llegó a su fin con el dulce aroma de los pastelitos recién horneados que la abuela de Lucía, más conocida como “La Abuela”, les llevaba en dos enormes bandejas. Limón y canela, pasas y nueces, avena y manzana, avellana y crema… La intriga se disipó en el momento en el que el olfato se comenzó a alimentar de tan exquisita merienda. Luis, el niño más travieso e impaciente, se levantó corriendo para ser el primero en abalanzar sus zarpas sobre las exquisiteces que les aguardaban bajo la amable sonrisa de La Abuela.

- Mmmm… ¡Qué ricos!
- ¡Yo quiero! ¡Yo quiero!
- ¡No os los acabéis, que yo todavía no he cogido!

Elena eligió un par de los de coco, sus favoritos, y también cogió aquellos cuyo olor le parecía más agradable, hasta que ya no le cupieron más en sus pequeñas manos. Cada niño se aprovisionó de más dulces de los que podía comer y volvieron a su sitio en la alfombra, cerca del sillón desde el que La Abuela los observaba con gesto benevolente. Cuando comenzó a carraspear, ya todxs sabían que el momento había llegado y guardaron silencio, incluso masticando con la boca cerrada.

Hubo un día en que existió un bello reino cobijado bajo la magia de un enorme bosque. La luz del sol siempre teñía de un brillo especial cada hoja de cada árbol y la luna parecía hablar con las mujeres del reino. El viento soplaba siempre en forma de caricia y la lluvia, cuando caía, lo hacía de forma gratamente refrescante. Había numerosos arroyos cristalinos que regalaban una suave melodía a su paso e infinidad de coloridas flores que desprendían una amplia variedad de aromas, unas veces dulces y delicados como un bebé, y otras intensos y apasionados como el encuentro entre sedientos amantes.

Los hombres y las mujeres del bosque vivían en eterna comunión con todo aquello que le daba vida a su reino. Pero hubo un momento de crispación y caos, de discusiones y peleas, de olvido de la fraternidad. Fue el momento en el que murió el rey, el fallecido esposo de la actual reina. Era el mejor guerrero de todo el bosque, heredero de las técnicas de su poderoso clan, que le permitían manipular el agua a su favor y aliarse con los árboles para que sus hojas le sirvieran como afilados proyectiles letales para el enemigo. La paz del reino requería no sólo de sabiduría y justicia, sino también de la guerra. La ambición de los reyes los llevaba a conspirar contra otras coronas, las antiguas rivalidades renacían cuando las heridas cicatrizaban lo suficiente como para poder retomar la lucha y… en fin, ¿quién entiende a los hombres?

Fruto de la guerra contra el reino de la arena, que le arrebató la vida a ambos reyes y a tantos otros valerosos guerreros, nació una alianza entre todos los reinos vecinos que pondría fin al derramamiento de sangre. La viuda reina del bosque, una poderosa hechicera portadora de la sabiduría ancestral, firmó un pacto de no-violencia junto a otras reinas viudas. Su poder de sanación era bien conocido por todos, pero lo que de verdad despertaba la admiración y el temor de hombres y mujeres era su poder para comunicarse con aquellos que ya no están entre nosotros. Sólo ella, una mujer tan respetada más allá de las fronteras, podía conseguir convencer a todas las partes para que la paz se convirtiera en el estandarte común de todos los reinos vecinos.

Entre guerras y paz, gritos de dolor y aullidos de alegría, creció la princesa amazona. Heredera de la fuerza de su padre y la sabiduría de su madre, pronto se convirtió en la más fiel defensora del reino del bosque. Los árboles, que tanto amaron a su padre, la protegían mientras los trepaba hasta las copas más altas, y las aguas, que antaño fueron aliadas del rey, permitían a la princesa caminar sobre ellas. No podía hablar con los muertos, como hacía su madre, pero sí tenía ciertas dotes para la sanación, que la reina potenció en seguida iniciándola en las artes curativas que habían sobrevivido generación tras generación. Sin embargo, la princesa nació con un don que nunca nadie había desarrollado: podía comunicarse con los animales, desde la más pequeña hormiga hasta el más grande oso, pasando por las truchas del río y los búhos que anidaban en las ramas de sus amados árboles. Algún tipo de magia, desconocida incluso para los más sabios habitantes del reino del bosque, habitaba en la existencia de la princesa, pues la luna parecía comunicarse a través de sus ojos y el sol brillar en cada uno de sus cabellos.

La princesa amazona, como heredera del reino, era una joven sobre la que estaban clavados todos los ojos de las mágicas gentes del bosque. Juntos, cada uno con su particularidad, habían reconstruido un hogar devastado por la última gran guerra, donde habían muerto hombres y mujeres, niños y ancianos. Árboles quemados, animales degollados, ríos contaminados… Las pérdidas fueron un lastre que durante años tuvieron que arrastrar los desanimados supervivientes. Pero esa pequeña niña, esa princesa amazona, hizo revivir el espíritu de sus gentes. El miedo fue dando paso poco a poco a la esperanza, allí donde había cenizas comenzaban a asomarse pequeñas briznas de hierba de un color verde rabioso de vida. Los árboles volvían a cobijar grandes y pequeños nidos, las aguas de los ríos recuperaban su transparencia cristalina y el aire se tornaba mimoso, abandonando esa sensación de amenaza que había crecido en el interior de los habitantes del reino.

Cada uno de los gestos de la princesa amazona relucía cargado de amor, las flores le sonreían y todo parecía crecer con más fuerza a su paso. Nadie era indiferente a tales evidencias y el respeto hacia la heredera del reino fue aumentando día a día. A menudo cabalgaba su plateada yegua, siempre sin silla y aferrada con ternura a sus crines, para recorrer todo el reino y curar a los que caían enfermos, alentar a los que perdían la fe, reconciliar a los que se peleaban y despedir a los que se iban. Por las noches le aullaba a la luna junto a los lobos y se bañaba desnuda en las frías aguas del lago. Aunque todos lo sabían, nadie decía que la princesa amazona era una hija directa del bosque, era la naturaleza hecha mujer.

Los años pasaban y la guerra no era más que un lejano recuerdo que para muchos había caído en el olvido. La paz era, como así había pretendido la reina, el blasón de todos los reinos colindantes. La cooperación había hecho fuertes a sus gentes, y nada parecía indicar que en algún momento todo se fuera a torcer… pero ese momento llegó como una feroz tormenta. De la noche a la mañana, el reino se vio invadido por mercenarios de otras tierras que ni siquiera los videntes predijeron con sus sueños. Tampoco las aves pudieron avisar a la princesa amazona con la suficiente antelación como para poder detenerles. Docenas de hombres y mujeres ataviados con pieles de animales muertos y con sus rostros pintados de sangre, irrumpieron en el bosque con hachas mágicas que talaban los árboles a su paso. Las ardillas correteaban asustadas en busca de un lugar donde guarecerse de tal embestida a su apacible vida, los polluelos de los nidos morían aplastados sin que sus madres pudieran ponerlos en un lugar seguro y las serpientes reptaban desorientadas alentadas por un desesperado instinto de supervivencia.

La reina reunió tan rápido como pudo a todas las personas del reino, mientras que la princesa amazona congregó a todos los animales para presentar resistencia ante el imprevisto ataque. Pronto se organizaron grupos, yendo la princesa amazona, montando a su yegua, en la vanguardia del más fiero grupo de hombres, mujeres, osos, caballos, lobos y jabalíes. Arcos con flechas, hachas, espadas, guadañas, cuchillos, palos y todo tipo de conjuros estaban listos para hacer frente al desconocido enemigo, pero la princesa amazona no quería entrar en batalla sin agotar antes las otras opciones. Los dientes y las garras de lobos y osos parecieron intimidar a sus oponentes cuando se encontraron frente a frente y la princesa pudo abrir un diálogo con el líder que esperaba pusiera fin a toda aquella locura.

- ¿Quienes sois y qué hacéis en nuestro reino? ¿Por qué atacáis a nuestros árboles, matáis a nuestros animales y amedrentáis a nuestrxs niños?
- Quítate del medio, niña, si no quieres acabar igual que tus árboles. Nuestro fuego se alimenta de madera y la nuestra se nos ha acabado. Vamos a coger la de estas tierras tanto si quieres como si no- gritó aquel que parecía el líder haciendo girar su mangual con gesto desafiante.
- ¿Y por qué habéis de encender tantas hogueras? ¿Tan fríos están vuestros corazones que os veis empujados a buscar el calor a costa de tantas vidas?
- Me empalagan las mocosas cursis como tú- escupió el grueso hombre bajo su sucio bigote-. Venimos de un reino mucho más avanzado que el vuestro. Nuestra inteligencia nos ha llevado a construir máquinas que trabajan por nosotros y nos dan más riqueza de la que jamás puedas soñar tener tú. El fuego es lo que les da vida, y no vamos a renunciar a ello sólo porque un puñado de salvajes nos lo intenten impedir.

Sin más, sin dejar tiempo para comprender nada de lo que allí estaba aconteciendo, aquellos que anunciaban adorar a los dioses-máquinas emprendieron el ataque contra los habitantes del bosque bajo un grito ensordecedor que la princesa amazona identificó como el sonido de la muerte. A su alrededor, tanto amigos como enemigos morían por igual, la sangre era roja en ambos bandos y el suelo era el destino final de aquellos que ya no podían luchar más. Todo tipo de hechizos cobraban vida tras años de paz en que no había sido necesario hacer uso de ellos. Agua, tierra, fuego y aire se moldeaban ante la petición de los distintos habitantes del bosque para disuadir al enemigo de sus indignantes intenciones. Toda una guerra de elementos se había desatado en el bosque en forma de bolas de fuego destructivo, muros de tierra que rápidos frenaban los ataques enemigos, pequeños tornados que se llevaban consigo a los adoradoros de las máquinas, olas que ahogaban a su paso a quien pensara que todo ese espectáculo sólo podía ser una ilusión… Los colmillos de los lobos atravesaban piernas, las garras de los osos aplastaban cráneos, los jabalíes embestían con sus afilados colmillos y los caballos lanzaban coces de las que pocos podrían salir con vida. Todo aquello que la princesa amazona conocía como su hogar era desconocido en aquel momento, pero su padre le había enseñado a ser valiente en ese tipo de situaciones y se comportó como la más audaz de las guerreras a lomos de su yegua plateada.

Pronto apareció el resto de los guerreros del bosque dispuestos a masacrar a aquellos despiadados invasoros, y el enemigo se dio cuenta de que no podría hacer frente a semejante despliegue de magia y fuerza, por lo que corrieron raudos hacia el lugar del que habían venido tras el grito de ¡RETIRADA! proliferado por su líder. Pero cuando ya todo parecía estar dominado, cuando ya la victoria podía acariciarse con las puntas de los dedos, el aguerrido líder enemigo descabalgó a la princesa con un eficaz movimiento de su mortífero mangual. Tendida inconsciente en el suelo, el rudo guerrero la alzó como si fuera una pluma y, sin más, desapareció, dejando un rastro de dudas a su alrededor. El grueso de su séquito se alejaba rápidamente, pero un puñado de guerreros se quedó para, al igual que su líder, desaparecer, llevándose consigo los árboles que habían talado.

En los rostros de los presentes bailaba el asombro. Nadie entendía cómo, de la aparente victoria que estaban saboreando, derivó la pérdida de la princesa amazona. Las fuerzas oscuras que habían hecho desaparecer al enemigo eran desconocidas para todos ellos, y eso hacía que el miedo se fraguara un amplio espacio en su interior. Mientras se ofrecía una despedida a aquellos que abandonaron su vida en la batalla, se organizaron varias partidas de búsqueda para poder encontrar a la princesa. La reina confiaba en que estuviera viva porque no la había encontrado en el mundo de los muertos, pero lo cierto es que también desconocía su paradero en el mundo de los vivos. La desaparición de la princesa estaba envuelta en un halo de misterio que nadie creía ser capaz de disipar. La buscaron día y noche, pero…


La puerta de la casa de La Abuela se abrió de pronto y los padres de Elena irrumpieron en la estancia quebrando el mágico mundo en el que el cuento los había sumergido.
- ¡Buenas noches a todos! Elena, cariño, despídete que nos tenemos que ir ya para casa, que mañana hay que madrugar.
- ¡Jo, papa! ¡La Abuela todavía no ha terminado su cuento! ¡No sé qué es lo que le va a pasar a la princesa amazona!
- No te preocupes, hija, que La Abuela te lo contará el próximo fin de semana, ¿de acuerdo? Ahora hay que volver.
- Un ratito más, porfi, porfi, ¡porfi!
- No seas terca, Elena – le reprendió su padre con cariño a la vez q la ayudaba a levantarse – Todavía tenemos que parar a hacer algo de compra que la nevera está tiritando, así que hay que salir ya antes de que cierren.
- Bueno, ¡vale! – contestó Elena remolona.


Durante todo el camino a casa, Elena intentó encontrar una explicación a la desaparición de ese señor malvado que raptó a la princesa, pero la verdad es que ya tenía bastante sueño y no era capaz de resolver el enigma. Tendría que esperar a la semana siguiente para saber el final de la historia. ¿Dónde estaría la princesa amazona en ese mismo instante? ¿Seguiría viva? ¿Habría vuelto ya al reino del bosque? Y sus captores, ¿de qué tipo de oscuro hechizo se habrían servido para poder desaparecer de esa manera? ¿De qué otras cosas serían capaces? Estaba profundamente intrigada y parte de ella todavía cabalgaba junto a la princesa amazona por el reino del bosque.

Cuando llegaron a la tienda donde siempre hacían sus compras, ella prefería haberse quedado en el coche fantaseando con el posible destino de la princesa, pero sus padres no la dejaron. De mala gana bajó del coche y les acompañó. La noche era fría y entrar en la tienda, tan calentita, finalmente fue una buena decisión. Pero… había algo que la hacía diferente a las otras veces. El olor… la luz… algo había que no era como siempre. A medida que avanzaba por los pasillos pudo distinguir el olor a tierra húmeda, las luces emitían unos reflejos que no parecían propios de bombillas… más bien pareciera que allí brillara todo a la luz de la luna. Todo estaba en su sitio: el pan, los cereales, los frasquitos con pastillas, las cremas para la cara, los jabones, la pasta, las piruletas… Todo era igual pero diferente al mismo tiempo. Era como si entrara por vez primera en esa tienda… pero por otro lado no parecía una tienda. Se sentía lejos de allí, un mar de sensaciones la transportaban lejos de lo que se supone debía ser todo aquello. Una suave brisa, como un ligero batir de alas, le acarició la oreja agitando su cabello por un breve instante. Agua… quizás un arroyo. No lo veía por ninguna parte, pero podía oírlo, podía sentirlo. Todo parecía ir a cámara lenta, como tocado por una varita mágica con poder para alterar el tiempo.

A su espalda, oyó claramente el relincho de un caballo. Se giró como accionada por un resorte y entonces la vio. Una de las chicas que trabajaba en la tienda corría de un lado para otro con la presteza de una amazona, y en el momento mismo en el que la vio, uno de sus movimientos agitó su cabellera rubia, que brillaba con la luz de un sol que ya hacía tiempo que se había ocultado. No veía el caballo por ningún sitio, pero cada vez estaba más segura de conocer la identidad de esa mujer. Se acercó lentamente, entre asustada y fascinada. Cuando ya sólo las separaba un palmo, sintió una paz que sólo podía emanar de la princesa amazona, un amor que sólo la heredera del reino del bosque podía albergar. Elena se quedó muy quieta, observándola mientras la princesa se movía. Su voz sonaba como una caricia maternal y su sonrisa la encadenaba a un estado de sosiego tremendamente placentero. Era ella, sin duda. Cuando la princesa reparó en su presencia, le dedicó una mirada cariñosa que no podía esconder el sentimiento de soledad de quien ha sido arrancado de su verdadero hogar.

- Princesa amazona, tu reino te aguarda – le dijo Elena sin más mientras comprobaba que ciertamente la luna brillaba a través de sus ojos.
- Vamos Elena, coge una de las bolsas de la compra que ya nos vamos a casa – le dijo su madre cargada de bolsas que en algún momento se había dedicado a llenar. ¿Cuándo, exactamente? ¿Tanto tiempo había pasado desde que entraron en la tienda?

Elena cogió una bolsa y se alejó poco a poco sin perder de vista el rostro de la princesa, que la miraba perpleja. Le dedicó la sonrisa cómplice reservada a aquellos que guardan un secreto.

-¡Eva! ¡Hay que abrir una vitrina!     


lunes, 16 de enero de 2012

Renacer de una obsesión

No tenía ningún tipo de duda acerca de la utilidad de las redes sociales. Las utilizaba habitualmente y ¡le encantaban!, pero de vez en cuando resurgía de entre los "me gusta" y los "jajajaja, q bueno tío!" algún fantasma de esos de los que costaba escapar. Unx escoge sus amigxs, sí, es cierto, pero no escoge a lxs amigxs de sus amigxs, ni tampoco la información que de estxs le llega a su muro. Sandra...

La vida había tomado un rumbo más sano, más constructivo, más estable y más "normalizado". No necesitaba recordar, ¡no quería recordar! Pero allí estaba ella, en su muro, en un vídeo que una de sus mejores amigas había compartido en la red. Parecía que no existieran más almas aparte de ella, bueno... y de todos los moscones que se le acercaban y a los que ella rechazaba con su mirada seductora que, por otro lado, no ocultaba el desprecio que sentía hacia ellos. Su cuerpo se retorcía bajo las tenues luces de a saber qué pub, como si fuera una hipnótica serpiente capaz de paralizar a su víctima antes de deglutarla. Sus curvas eran un puto oasis de placer en medio de un desierto de caos, caos que se desataba cuando él la veía, o simplemente cuando la rescataba del olvido. Sandra...

Y ya estaba allí, sentado en su sofá, con sus pies coreografiando al ritmo de sus nervios y el corazón a punto de salirle por la boca. El móvil en sus manos y un tembloroso dedo sobre la tecla "enviar". Meneó el pulgar de arriba a abajo, como pensando que un mensaje pudiera traer consigo el fin del mundo. Y no pudo. Lanzó el móvil contra el suelo, lejos de donde él estaba. Sandra...

No podía hacerlo. No podía volver a verla, pero allí estaba, ocupando toda la pantalla de su ordenador, perdida en ese baile que no hacía más que atraparlo en el pasado, entre sus brazos, entre sus piernas, humedecido por su lengua juguetona y completamente excitado. ¿Cuántos árboles habrán sido testigos de su lujuria? ¿Cuántos taxistas se habrán empalmado tras llevarlxs follando en su asiento trasero? Después de ella, ninguna otra mujer lo había conseguido hechizar de esa manera. Cerraba los ojos y hundía su nariz entre sus rizos negros, embriagándose con su aroma a mandarina. Se perdía en sus ojos de gata y enloquecía en su cálida boquita. Recorría cada centímetro de su piel con sus cinco sentidos, y se entregaba a ella en cada segundo, perdiendo la cabeza un poco más a medida que probaba más y más de ella. Sandra...


La fantasía no era suficiente, necesitaba llamarla, necesitaba poseerla por completo. Pero sabía que no debía hacerlo. Ella fue la droga más dura de dejar, y en ese momento el mono lo estaba a punto de hacer volver a caer. Volvió a cerrar los ojos y la volvió a ver, tan guapa como siempre, con su ropa de mil colores ajustada a su esbelta figura. Le guiñó el ojo mientras se mordía el labio inferior, dando un paso hacia él. Con destreza, salvó el obstáculo de la cremallera de sus pantalones y lo palpó con sus manos pequeñas mientras se acercaba a su oído para susurrarle lo cachonda que estaba. Lo atrajo hacia sí para mordisquearle la oreja a discreción, recordándole que tenía permiso para respirar... y para dar rienda suelta a sus instintos más primitivos. Pronto perdió la consciencia de hacia donde le llevaba su fantasía; todo era placer, todo era ella. Sandra...

En medio de la nube que surcaba su mente y su cuerpo en ese momento, algo le hizo regresar a la realidad. Un sonido irrumpía entre sus frenéticos jadeos. Con la entrepierna caliente y pegajosa, inició la salida de su trance y poco a poco fue discerniendo la melodía de su móvil, que se agitaba en el suelo al igual que su mano lo había hecho sobre su miembro. A medio camino entre la realidad y la fantasía, lo agarró con la mano limpia para leer en la pequeña pantalla: Sandra.

La vocación de Marta



Por fin lo tenía claro. Tantos meses de incertidumbre, tanta búsqueda a ciegas por internet, tanta charlita de orientadores y psicólogas…  El futuro de Marta se encontraba en el mundo de las artes decorativas. Tenía talento y estaba segura de poder canalizarlo ahí. Se acostó rebosante de felicidad en su cama, soñando con la imagen de un diseño suyo siendo portada de alguna revista famosa. Poco a poco se fue hundiendo en la almohada, y sus párpados fueron vencidos por el peso del sueño.



Destellos plateados se filtraban entre las olas, acariciando la luna las plácidas aguas en las que ella flotaba. Se dejaba llevar por la agradable sensación de ingravidez que la hacía volar. Un hormigueo recorría divertido los dedos de sus pies, mientras la sombra de la vigilia acechaba para llevarla de vuelta al mundo real…




La brisa entró por la ventana, agitando las cortinas con delicadeza para acariciar con suavidad su cuerpo casi dormido. Una sonrisa se posó en sus labios y abriendo los ojos, se levantó con premura para dibujar lo que sería su carta de presentación para entrar en la escuela de escaparatismo: un guante… el del mar, el del viento.

Al menos vosotras os tenéis la una a la otra

Silencio. Un aterrador silencio galopa por el cuarto de estar dando coces a cada uno de esos ridículos adornos que con el tiempo habían echado raíces en sus respectivas ubicaciones. Una tenue luz se filtra por la ventana haciendo brillar ese silencio, haciéndolo resplandecer ajeno al transcurrir de las horas. El tiempo se ha muerto en la casa de Beni.

Decidido a no descender al abismo, se levanta pesadamente del sofá, donde había estado tirado probablemente todo el día. Dirige sus pasos descalzos hacia ninguna parte, perdido por ese cuarto de estar que hoy le resulta desconocido, silencioso... vacío. Sin más indumentaria que los calzoncillos que le había regalado su abuela las navidades pasadas, se ve reflejado en la puerta de cristal del armario de la cristalería. “¿Quién es él?”, se pregunta.

Siente los ojos hinchados y la boca seca, y en un gesto por intentar sepultar esa sensación, percibe un hedor que le resultaba vagamente familiar. Levanta un brazo y dirige la nariz hacia su axila descubriendo que su habitual fragancia de “macho seductor” lo había abandonado. El espeso olor del sudor de varios días ocupa ahora su lugar. “Habrá que hacer algo para remediarlo”, piensa mientras mira la puerta que conduce al baño... “En otro momento será”, se dice recordando que no espera visita.

“¿Qué hora será?”, se pregunta. “¡¿Qué más da?!”, se reponde en un vago gesto que intenta esconder su desorientación. Un súbito alarido en su estómago le hace reaccionar. Con desgana se dirige a la cocina para poder picotear algo y en su camino un dolor en el pie derecho le hace olvidar momentáneamente que tiene hambre. Levanta el pie en un torpe movimiento con el que pretende comprobar qué es lo que motiva ese dolor. Descubre mareado una pequeña raja de la que brota un reguero de sangre. El suelo está salpicoteado de rojo tras la herida, tiñendo los cristales rotos que se encuentran desperdigados por el suelo. Ya no recordaba haber roto el marco de esa estúpida foto.

Cojeando se apresura hacia el baño, donde se limita a coger un rollo de papel higiénico y momificar generosamente con él su pequeña herida. Un nuevo alarido lo despierta de su letargo y lo levanta como un resorte del borde de la bañera. Decidido, se dirige nuevamente a la cocina sorteando los cristales y las gotitas de sangre que adornaban el suelo del salón. Una punzada de dolor se le clava en el estómago cuando ve la foto entre los cristales... pero decide que ese dolor no es más que hambre, por lo que prosigue su camino hacia la cocina.

Un paquete de salchichas, un taquito de queso, un par de huevos y un limón son los cómodos habitantes de su nevera. En la alacena el panorama no es mucho más alentador: un mendrugo de pan seco, un paquete de arroz casi vacío, media bolsa de patatas fritas ya rancias, tres polvorones caducados y un paquete sin empezar de cubitos de caldo de verduras. Sin pensárselo demasiado, coge las patatas y las devora con avidez mientras gira sobre sus talones para apoyarse sobre la encimera. La visión que le ofrece el fregadero le hace escupir las patatas en un acto reflejo alimentado por el asco: dos platos cubiertos de moho por los que corretean una pareja de cucarachas. Con una mueca de tristeza les dice: “al menos vosotras os tenéis la una a la otra”.

El primer día de su vida

Esa mañana comprobó en el periódico local que, una vez más, su hermano había recibido un premio en un concurso literario. La espontánea alegría que sintió al ver el nombre de su hermano en el titular dio paso abruptamente a la habitual envidia que solía quemarle la boca del estómago cada vez que eso pasaba. Su hermano era una de las personas a las que más quería del mundo, pero no podía evitar sentirse eclipsada con cada uno de sus triunfos.

Parecía que la genética había dotado a Felipe de un hermoso don, y la había dejado a ella abandonada en el olvido. Diana era una de esas personas cuya ausencia en este mundo no sería advertida por nadie. Nadie la echaría en falta, nadie lloraría su pérdida, nadie escribiría una canción con su nombre por título. Eso le dolía, pero también le hacía sentirse muy ligera. Podía ser cualquier persona en cualquier lugar, ir de un lado a otro sin dejar dolorosas huellas o hacer cualquier cosa con el absoluto conocimiento de que, para bien o para mal, nadie posaría sus ocupados ojos sobre ella.

La frustración dio paso a una agradable sensación de alivio. En uno de esos impulsos que tantas veces la habían empujado a realizar lo que su madre llamaba “estupideces”, dispuso una pequeña mochila sobre la cama, metió en ella dos pares de mudas y salió corriendo presa de la emoción hacia la cocina. Cogió un par de paquetitos de frutos secos, varias piezas de fruta y desechó la idea de robarle dinero a su madre. A donde ella iba, no le iba a hacer falta.

Lo único que la separaba de la libertad era la puerta de su aburguesada casa. La atravesó desprendiéndose de responsabilidades, hipocresías, promesas y, por supuesto, apegos. Nunca el aire había olido tan bien, ni tampoco el sol había brillado con tanta belleza. Comenzó a recorrer el campo hacia ninguna parte sintiendo que aquellos eran los primeros pasos que había dado en toda su vida. Ése era el primer día de su vida.

Amazona de la luna


Sacerdotisa de los cuatro elementos,
tierra, agua, fuego y aire,
aúlla a la luna
invocando a la diosa.

Son los tambores de la tierra
los que marcan el ritmo de su corazón,
que bombea savia
a cada uno de sus tejidos.

Su cuerpo es como el agua,
que fluye sin cauce,
brava y salvaje
sin haber quien la pare.

El fuego arde en su pasión,
que quema entre sus llamas,
acogedor pero peligroso
para el incauto viajero.

Escurridiza como el aire,
que ni se ve, ni se huele,
pero cuyas caricias se sienten
al igual que su aliento.

La diosa se despierta en su sonrisa,
crece en su mirada
y se expresa a través de su palabra,
envuelta en un velo de anodino misterio.

Marcada con hondas cicatrices,
arrastra sus doloridos pies
por la alfombra de la tierra,
recobrando la fuerza de la hechicera.

En continuo proceso de sanación,
se aferra a la vida,
esa dulce prisión
cuyo néctar la ha hecho adicta.

Y es que la amazona de la luna
se ha entregado al destino,
atendiendo a lo que su intuición
dicta en su ciclo femenino.

Evelyn sueña

Hay quien cree que tenemos un rol predeterminado en el mundo. El padre de Evelyn creía saber cuál era el de su hija: servicial esposa, fiel consejera del pueblo y madre proveedora. Quizás lo hubiera sido, de haber decidido serlo, pero sabía que la vida no esperaba eso de ella... ¿Cómo iba a renunciar esta intuitiva brasileña a sus sueños? Nunca se lo perdonaría.

Rojos, morados y verdes, azules, amarillos y naranjas eran los colores de su corazón. No hay experiencia que Evelyn pudiera evitar traducir en un lienzo. Cuanto más alto su padre le gritaba "¡matrimonio!", más alto gritaba ella "¡arte!". Regueros de lágrimas surcaban su rostro mientras veía sus obras atravesadas por los puños de su padre, que se negaba a ver la belleza en ellas. Anclado en la tradición, invisibilizaba el talento de su hija, alimentando en ella un genuino rechazo hacia los hombres.

No hay arrepentimiento en la mirada de Evelyn. Huir del destino al que su padre la había avocado era una dura decisión que debía tomar, antes de acabar pareciéndose a la mortecina figura de su madre... por la cual no puede sentir otra cosa más que lástima. Aún habiendo perdido el contacto, Evelyn ha sabido perdonar, pues sólo en un corazón que ha perdonado hay cabida para el amor.

Brasil sigue siendo hoy la tierra que le da cobijo, ¿cómo iba a abandonarla? El color ha trascendido su interior y todo su entorno vibra a cada paso que ella da, tiñéndose de su alegría, interrumpido unas veces por su tristeza o salpicado otras por su furia. Libre de ataduras y rencores, Evelyn es el pincel que da color a su propia vida, pintando sonrisas en los rostros de quien ose llamar a su puerta.