viernes, 27 de enero de 2012

Un minuto para Adam

Llegó. En un parpadeo se sentó apoyando su espalda a la luna del establecimiento. Allí se quedó, durante meses, a la intemperie, bajo el sol y la lluvia, ya hiciera frío o calor. Cada mañana se sentaba en su rinconcito, y cada noche se despedía camino a ninguna parte. Su rutina se convirtió en la de todxs y su figura se mimetizó con el mobiliario que al otro lado del escaparate marcaba la diferencia entre dos mundos aparentemente irreconciliables.

Cientos de personas pasaban frente a él cada día y, pasado el tiempo, alguna que otra comenzó a percatarse de su fiel presencia. Siempre tenía una sonrisa que regalarte, aunque su corazón bombeara lágrimas, y pronto llegaron los saludos fortuitos que sin proponérselo dieron lugar a un intercambio humano de trayectorias vitales. Ya nadie ignoraba su nombre, Adam, ni tampoco su procedencia, Ghana.

Su discurso irradiaba alegría y optimismo, aunque entre sus pestañas se hacía legible la tristeza nacida de la soledad. Él era capaz de salir del agujero, era capaz de hablarte en 5 idiomas, era capaz de hacer cualquier cosa de las que tú hacías en tu trabajo, pero la vida lo había llevado a una situación por aquel entonces transitoria. No se pueden contar las personas que a su lado se sentaron, que por él se preocuparon, que un día le daban dinero, otro comida y otro, incluso, trabajo.

Quizás acudió a alguna de esas entrevistas de trabajo, quizás. Un día le llegó la oportunidad de hacerse entre fogones, contexto en el que él había prosperado durante años. Aquellxs que sabían del acontecimiento, esperaron expectantes el resultado de ese reencuentro con la vida laboral. Todxs aplaudían la idea y confiaban que de allí saldría un nuevo Adam, más fuerte y capaz de reconstruir su vida y, siendo un poco ilusxs, de recuperar a su familia. Pero... la energía necesaria para afrontar tal reto hacía tiempo que lo había abandonado, sin él haberse percatado siquiera de ello. Desnutrido y enfermo, sus piernas no obedecieron ante la demanda de sostenerle y le tendieron en el suelo, abatido ante la posibilidad de que ese descenso hacia la exclusión, la marginación y la indigencia no tuviera retorno.



El paréntesis de ilusión dio paso a la habitual jornada laboral de corteses saludos hacia lxs vecinxs y clientes. Las conversaciones con Adam cada vez iban adquiriendo un tinte más fatalista, más iracundo, abandonando la sonrisa por momentos. Su caminar serpenteante por la acera, su higiene cada vez más ausente y su discurso casi esquizoide olían a alcohol. Se hundió. Se perdió. Se fue.

Adam no se volvió a dejar ver por la que había sido su "oficina" durante lo que probablemente haya sido un año, ¿quién sabe medir el tiempo? Algunxs ni se dieron cuenta, otrxs preguntaban por él esporádicamente y unxs poquillxs seguían viniendo con tapers, ropa y monedas, a la espera de que su receptor volviera para aceptar una ayuda que realmente no había pedido a nadie. "¿Qué será de Adam?", nos preguntamos muchxs.

Pasó el tiempo, tan rápido, tan lento. En uno de esos días de calor, en los que el sol y la brisa realmente son regalos que acarician la piel, vi una sombra a lo lejos. Simulaba una cáscara de algo que en algún momento tuvo vida. La distancia, cada vez más corta, dibujaba un contorno a ese personaje al que pronto pude llamar Adam. Sentado bajo otro escaparate distinto, con el sol castigando una piel cuarteada, como esperando a la muerte desde cualquier de sus grietas, miraba hacia ninguna parte, con los ojos medio cerrados ya sea por el alcohol, por el sueño o por la enfermedad. Pellejo sobre hueso, polvo columpiándose entre sus rizos, pies descalzos (aunque el izquierdo vestía una escayola), tristeza dibujada en un rostro sin edad.

Me acerqué, le sonreí, le hablé. Me miró, esforzó una sonrisa desdentada y me respondió, costándole recordar por qué me conocía. Su hija, su mujer, fantasmas presentes en la vida de un espectro. La enfermedad, el sufrimiento, compañeros de viaje de un vagabundo. El mundo es tan pequeño que olvidaba donde se encontraba, pero tan grande que no encontraba el camino a su tierra. ¿Qué le ata a España? ¿Qué le ata a la vida? Rabia en sus gritos, dolor en sus lágrimas. Nos dimos un abrazo empapado en llanto y me alejé impotente preguntándome cuál es el límite que impone el cuerpo, cuándo dice ¡basta! y se desvanece entre lxs vivxs.

sábado, 21 de enero de 2012

La princesa amazona

Para Eva


Media docena de inocentes rostros denotaban una expectación que casi se podía masticar. Los ojos, abiertos y brillantes como luceros, reflejaban la inquietud propia de la intriga. El golpeteo impaciente de los piececitos contra el suelo hacía añicos el silencio.

Sin duda, una de las cosas que más le gustaba a Elena de ir al pueblo de su padre era visitar la casa de la abuela de Lucía para escuchar sus cuentos. Cada una de sus palabras los transportaba a mundos ocultos donde el aire estaba cargado de fantasía. Criptas con monstruos prisioneros, valientes caballeros con espadas relucientes, duendes traviesos divirtiéndose a costa de los humanos, barcos varados tras oír los cantos de bellas sirenas, animales que hablan, árboles que caminan, bosques encantados… Cada día un cuento nuevo, un nuevo viaje.

La espera llegó a su fin con el dulce aroma de los pastelitos recién horneados que la abuela de Lucía, más conocida como “La Abuela”, les llevaba en dos enormes bandejas. Limón y canela, pasas y nueces, avena y manzana, avellana y crema… La intriga se disipó en el momento en el que el olfato se comenzó a alimentar de tan exquisita merienda. Luis, el niño más travieso e impaciente, se levantó corriendo para ser el primero en abalanzar sus zarpas sobre las exquisiteces que les aguardaban bajo la amable sonrisa de La Abuela.

- Mmmm… ¡Qué ricos!
- ¡Yo quiero! ¡Yo quiero!
- ¡No os los acabéis, que yo todavía no he cogido!

Elena eligió un par de los de coco, sus favoritos, y también cogió aquellos cuyo olor le parecía más agradable, hasta que ya no le cupieron más en sus pequeñas manos. Cada niño se aprovisionó de más dulces de los que podía comer y volvieron a su sitio en la alfombra, cerca del sillón desde el que La Abuela los observaba con gesto benevolente. Cuando comenzó a carraspear, ya todxs sabían que el momento había llegado y guardaron silencio, incluso masticando con la boca cerrada.

Hubo un día en que existió un bello reino cobijado bajo la magia de un enorme bosque. La luz del sol siempre teñía de un brillo especial cada hoja de cada árbol y la luna parecía hablar con las mujeres del reino. El viento soplaba siempre en forma de caricia y la lluvia, cuando caía, lo hacía de forma gratamente refrescante. Había numerosos arroyos cristalinos que regalaban una suave melodía a su paso e infinidad de coloridas flores que desprendían una amplia variedad de aromas, unas veces dulces y delicados como un bebé, y otras intensos y apasionados como el encuentro entre sedientos amantes.

Los hombres y las mujeres del bosque vivían en eterna comunión con todo aquello que le daba vida a su reino. Pero hubo un momento de crispación y caos, de discusiones y peleas, de olvido de la fraternidad. Fue el momento en el que murió el rey, el fallecido esposo de la actual reina. Era el mejor guerrero de todo el bosque, heredero de las técnicas de su poderoso clan, que le permitían manipular el agua a su favor y aliarse con los árboles para que sus hojas le sirvieran como afilados proyectiles letales para el enemigo. La paz del reino requería no sólo de sabiduría y justicia, sino también de la guerra. La ambición de los reyes los llevaba a conspirar contra otras coronas, las antiguas rivalidades renacían cuando las heridas cicatrizaban lo suficiente como para poder retomar la lucha y… en fin, ¿quién entiende a los hombres?

Fruto de la guerra contra el reino de la arena, que le arrebató la vida a ambos reyes y a tantos otros valerosos guerreros, nació una alianza entre todos los reinos vecinos que pondría fin al derramamiento de sangre. La viuda reina del bosque, una poderosa hechicera portadora de la sabiduría ancestral, firmó un pacto de no-violencia junto a otras reinas viudas. Su poder de sanación era bien conocido por todos, pero lo que de verdad despertaba la admiración y el temor de hombres y mujeres era su poder para comunicarse con aquellos que ya no están entre nosotros. Sólo ella, una mujer tan respetada más allá de las fronteras, podía conseguir convencer a todas las partes para que la paz se convirtiera en el estandarte común de todos los reinos vecinos.

Entre guerras y paz, gritos de dolor y aullidos de alegría, creció la princesa amazona. Heredera de la fuerza de su padre y la sabiduría de su madre, pronto se convirtió en la más fiel defensora del reino del bosque. Los árboles, que tanto amaron a su padre, la protegían mientras los trepaba hasta las copas más altas, y las aguas, que antaño fueron aliadas del rey, permitían a la princesa caminar sobre ellas. No podía hablar con los muertos, como hacía su madre, pero sí tenía ciertas dotes para la sanación, que la reina potenció en seguida iniciándola en las artes curativas que habían sobrevivido generación tras generación. Sin embargo, la princesa nació con un don que nunca nadie había desarrollado: podía comunicarse con los animales, desde la más pequeña hormiga hasta el más grande oso, pasando por las truchas del río y los búhos que anidaban en las ramas de sus amados árboles. Algún tipo de magia, desconocida incluso para los más sabios habitantes del reino del bosque, habitaba en la existencia de la princesa, pues la luna parecía comunicarse a través de sus ojos y el sol brillar en cada uno de sus cabellos.

La princesa amazona, como heredera del reino, era una joven sobre la que estaban clavados todos los ojos de las mágicas gentes del bosque. Juntos, cada uno con su particularidad, habían reconstruido un hogar devastado por la última gran guerra, donde habían muerto hombres y mujeres, niños y ancianos. Árboles quemados, animales degollados, ríos contaminados… Las pérdidas fueron un lastre que durante años tuvieron que arrastrar los desanimados supervivientes. Pero esa pequeña niña, esa princesa amazona, hizo revivir el espíritu de sus gentes. El miedo fue dando paso poco a poco a la esperanza, allí donde había cenizas comenzaban a asomarse pequeñas briznas de hierba de un color verde rabioso de vida. Los árboles volvían a cobijar grandes y pequeños nidos, las aguas de los ríos recuperaban su transparencia cristalina y el aire se tornaba mimoso, abandonando esa sensación de amenaza que había crecido en el interior de los habitantes del reino.

Cada uno de los gestos de la princesa amazona relucía cargado de amor, las flores le sonreían y todo parecía crecer con más fuerza a su paso. Nadie era indiferente a tales evidencias y el respeto hacia la heredera del reino fue aumentando día a día. A menudo cabalgaba su plateada yegua, siempre sin silla y aferrada con ternura a sus crines, para recorrer todo el reino y curar a los que caían enfermos, alentar a los que perdían la fe, reconciliar a los que se peleaban y despedir a los que se iban. Por las noches le aullaba a la luna junto a los lobos y se bañaba desnuda en las frías aguas del lago. Aunque todos lo sabían, nadie decía que la princesa amazona era una hija directa del bosque, era la naturaleza hecha mujer.

Los años pasaban y la guerra no era más que un lejano recuerdo que para muchos había caído en el olvido. La paz era, como así había pretendido la reina, el blasón de todos los reinos colindantes. La cooperación había hecho fuertes a sus gentes, y nada parecía indicar que en algún momento todo se fuera a torcer… pero ese momento llegó como una feroz tormenta. De la noche a la mañana, el reino se vio invadido por mercenarios de otras tierras que ni siquiera los videntes predijeron con sus sueños. Tampoco las aves pudieron avisar a la princesa amazona con la suficiente antelación como para poder detenerles. Docenas de hombres y mujeres ataviados con pieles de animales muertos y con sus rostros pintados de sangre, irrumpieron en el bosque con hachas mágicas que talaban los árboles a su paso. Las ardillas correteaban asustadas en busca de un lugar donde guarecerse de tal embestida a su apacible vida, los polluelos de los nidos morían aplastados sin que sus madres pudieran ponerlos en un lugar seguro y las serpientes reptaban desorientadas alentadas por un desesperado instinto de supervivencia.

La reina reunió tan rápido como pudo a todas las personas del reino, mientras que la princesa amazona congregó a todos los animales para presentar resistencia ante el imprevisto ataque. Pronto se organizaron grupos, yendo la princesa amazona, montando a su yegua, en la vanguardia del más fiero grupo de hombres, mujeres, osos, caballos, lobos y jabalíes. Arcos con flechas, hachas, espadas, guadañas, cuchillos, palos y todo tipo de conjuros estaban listos para hacer frente al desconocido enemigo, pero la princesa amazona no quería entrar en batalla sin agotar antes las otras opciones. Los dientes y las garras de lobos y osos parecieron intimidar a sus oponentes cuando se encontraron frente a frente y la princesa pudo abrir un diálogo con el líder que esperaba pusiera fin a toda aquella locura.

- ¿Quienes sois y qué hacéis en nuestro reino? ¿Por qué atacáis a nuestros árboles, matáis a nuestros animales y amedrentáis a nuestrxs niños?
- Quítate del medio, niña, si no quieres acabar igual que tus árboles. Nuestro fuego se alimenta de madera y la nuestra se nos ha acabado. Vamos a coger la de estas tierras tanto si quieres como si no- gritó aquel que parecía el líder haciendo girar su mangual con gesto desafiante.
- ¿Y por qué habéis de encender tantas hogueras? ¿Tan fríos están vuestros corazones que os veis empujados a buscar el calor a costa de tantas vidas?
- Me empalagan las mocosas cursis como tú- escupió el grueso hombre bajo su sucio bigote-. Venimos de un reino mucho más avanzado que el vuestro. Nuestra inteligencia nos ha llevado a construir máquinas que trabajan por nosotros y nos dan más riqueza de la que jamás puedas soñar tener tú. El fuego es lo que les da vida, y no vamos a renunciar a ello sólo porque un puñado de salvajes nos lo intenten impedir.

Sin más, sin dejar tiempo para comprender nada de lo que allí estaba aconteciendo, aquellos que anunciaban adorar a los dioses-máquinas emprendieron el ataque contra los habitantes del bosque bajo un grito ensordecedor que la princesa amazona identificó como el sonido de la muerte. A su alrededor, tanto amigos como enemigos morían por igual, la sangre era roja en ambos bandos y el suelo era el destino final de aquellos que ya no podían luchar más. Todo tipo de hechizos cobraban vida tras años de paz en que no había sido necesario hacer uso de ellos. Agua, tierra, fuego y aire se moldeaban ante la petición de los distintos habitantes del bosque para disuadir al enemigo de sus indignantes intenciones. Toda una guerra de elementos se había desatado en el bosque en forma de bolas de fuego destructivo, muros de tierra que rápidos frenaban los ataques enemigos, pequeños tornados que se llevaban consigo a los adoradoros de las máquinas, olas que ahogaban a su paso a quien pensara que todo ese espectáculo sólo podía ser una ilusión… Los colmillos de los lobos atravesaban piernas, las garras de los osos aplastaban cráneos, los jabalíes embestían con sus afilados colmillos y los caballos lanzaban coces de las que pocos podrían salir con vida. Todo aquello que la princesa amazona conocía como su hogar era desconocido en aquel momento, pero su padre le había enseñado a ser valiente en ese tipo de situaciones y se comportó como la más audaz de las guerreras a lomos de su yegua plateada.

Pronto apareció el resto de los guerreros del bosque dispuestos a masacrar a aquellos despiadados invasoros, y el enemigo se dio cuenta de que no podría hacer frente a semejante despliegue de magia y fuerza, por lo que corrieron raudos hacia el lugar del que habían venido tras el grito de ¡RETIRADA! proliferado por su líder. Pero cuando ya todo parecía estar dominado, cuando ya la victoria podía acariciarse con las puntas de los dedos, el aguerrido líder enemigo descabalgó a la princesa con un eficaz movimiento de su mortífero mangual. Tendida inconsciente en el suelo, el rudo guerrero la alzó como si fuera una pluma y, sin más, desapareció, dejando un rastro de dudas a su alrededor. El grueso de su séquito se alejaba rápidamente, pero un puñado de guerreros se quedó para, al igual que su líder, desaparecer, llevándose consigo los árboles que habían talado.

En los rostros de los presentes bailaba el asombro. Nadie entendía cómo, de la aparente victoria que estaban saboreando, derivó la pérdida de la princesa amazona. Las fuerzas oscuras que habían hecho desaparecer al enemigo eran desconocidas para todos ellos, y eso hacía que el miedo se fraguara un amplio espacio en su interior. Mientras se ofrecía una despedida a aquellos que abandonaron su vida en la batalla, se organizaron varias partidas de búsqueda para poder encontrar a la princesa. La reina confiaba en que estuviera viva porque no la había encontrado en el mundo de los muertos, pero lo cierto es que también desconocía su paradero en el mundo de los vivos. La desaparición de la princesa estaba envuelta en un halo de misterio que nadie creía ser capaz de disipar. La buscaron día y noche, pero…


La puerta de la casa de La Abuela se abrió de pronto y los padres de Elena irrumpieron en la estancia quebrando el mágico mundo en el que el cuento los había sumergido.
- ¡Buenas noches a todos! Elena, cariño, despídete que nos tenemos que ir ya para casa, que mañana hay que madrugar.
- ¡Jo, papa! ¡La Abuela todavía no ha terminado su cuento! ¡No sé qué es lo que le va a pasar a la princesa amazona!
- No te preocupes, hija, que La Abuela te lo contará el próximo fin de semana, ¿de acuerdo? Ahora hay que volver.
- Un ratito más, porfi, porfi, ¡porfi!
- No seas terca, Elena – le reprendió su padre con cariño a la vez q la ayudaba a levantarse – Todavía tenemos que parar a hacer algo de compra que la nevera está tiritando, así que hay que salir ya antes de que cierren.
- Bueno, ¡vale! – contestó Elena remolona.


Durante todo el camino a casa, Elena intentó encontrar una explicación a la desaparición de ese señor malvado que raptó a la princesa, pero la verdad es que ya tenía bastante sueño y no era capaz de resolver el enigma. Tendría que esperar a la semana siguiente para saber el final de la historia. ¿Dónde estaría la princesa amazona en ese mismo instante? ¿Seguiría viva? ¿Habría vuelto ya al reino del bosque? Y sus captores, ¿de qué tipo de oscuro hechizo se habrían servido para poder desaparecer de esa manera? ¿De qué otras cosas serían capaces? Estaba profundamente intrigada y parte de ella todavía cabalgaba junto a la princesa amazona por el reino del bosque.

Cuando llegaron a la tienda donde siempre hacían sus compras, ella prefería haberse quedado en el coche fantaseando con el posible destino de la princesa, pero sus padres no la dejaron. De mala gana bajó del coche y les acompañó. La noche era fría y entrar en la tienda, tan calentita, finalmente fue una buena decisión. Pero… había algo que la hacía diferente a las otras veces. El olor… la luz… algo había que no era como siempre. A medida que avanzaba por los pasillos pudo distinguir el olor a tierra húmeda, las luces emitían unos reflejos que no parecían propios de bombillas… más bien pareciera que allí brillara todo a la luz de la luna. Todo estaba en su sitio: el pan, los cereales, los frasquitos con pastillas, las cremas para la cara, los jabones, la pasta, las piruletas… Todo era igual pero diferente al mismo tiempo. Era como si entrara por vez primera en esa tienda… pero por otro lado no parecía una tienda. Se sentía lejos de allí, un mar de sensaciones la transportaban lejos de lo que se supone debía ser todo aquello. Una suave brisa, como un ligero batir de alas, le acarició la oreja agitando su cabello por un breve instante. Agua… quizás un arroyo. No lo veía por ninguna parte, pero podía oírlo, podía sentirlo. Todo parecía ir a cámara lenta, como tocado por una varita mágica con poder para alterar el tiempo.

A su espalda, oyó claramente el relincho de un caballo. Se giró como accionada por un resorte y entonces la vio. Una de las chicas que trabajaba en la tienda corría de un lado para otro con la presteza de una amazona, y en el momento mismo en el que la vio, uno de sus movimientos agitó su cabellera rubia, que brillaba con la luz de un sol que ya hacía tiempo que se había ocultado. No veía el caballo por ningún sitio, pero cada vez estaba más segura de conocer la identidad de esa mujer. Se acercó lentamente, entre asustada y fascinada. Cuando ya sólo las separaba un palmo, sintió una paz que sólo podía emanar de la princesa amazona, un amor que sólo la heredera del reino del bosque podía albergar. Elena se quedó muy quieta, observándola mientras la princesa se movía. Su voz sonaba como una caricia maternal y su sonrisa la encadenaba a un estado de sosiego tremendamente placentero. Era ella, sin duda. Cuando la princesa reparó en su presencia, le dedicó una mirada cariñosa que no podía esconder el sentimiento de soledad de quien ha sido arrancado de su verdadero hogar.

- Princesa amazona, tu reino te aguarda – le dijo Elena sin más mientras comprobaba que ciertamente la luna brillaba a través de sus ojos.
- Vamos Elena, coge una de las bolsas de la compra que ya nos vamos a casa – le dijo su madre cargada de bolsas que en algún momento se había dedicado a llenar. ¿Cuándo, exactamente? ¿Tanto tiempo había pasado desde que entraron en la tienda?

Elena cogió una bolsa y se alejó poco a poco sin perder de vista el rostro de la princesa, que la miraba perpleja. Le dedicó la sonrisa cómplice reservada a aquellos que guardan un secreto.

-¡Eva! ¡Hay que abrir una vitrina!     


lunes, 16 de enero de 2012

Renacer de una obsesión

No tenía ningún tipo de duda acerca de la utilidad de las redes sociales. Las utilizaba habitualmente y ¡le encantaban!, pero de vez en cuando resurgía de entre los "me gusta" y los "jajajaja, q bueno tío!" algún fantasma de esos de los que costaba escapar. Unx escoge sus amigxs, sí, es cierto, pero no escoge a lxs amigxs de sus amigxs, ni tampoco la información que de estxs le llega a su muro. Sandra...

La vida había tomado un rumbo más sano, más constructivo, más estable y más "normalizado". No necesitaba recordar, ¡no quería recordar! Pero allí estaba ella, en su muro, en un vídeo que una de sus mejores amigas había compartido en la red. Parecía que no existieran más almas aparte de ella, bueno... y de todos los moscones que se le acercaban y a los que ella rechazaba con su mirada seductora que, por otro lado, no ocultaba el desprecio que sentía hacia ellos. Su cuerpo se retorcía bajo las tenues luces de a saber qué pub, como si fuera una hipnótica serpiente capaz de paralizar a su víctima antes de deglutarla. Sus curvas eran un puto oasis de placer en medio de un desierto de caos, caos que se desataba cuando él la veía, o simplemente cuando la rescataba del olvido. Sandra...

Y ya estaba allí, sentado en su sofá, con sus pies coreografiando al ritmo de sus nervios y el corazón a punto de salirle por la boca. El móvil en sus manos y un tembloroso dedo sobre la tecla "enviar". Meneó el pulgar de arriba a abajo, como pensando que un mensaje pudiera traer consigo el fin del mundo. Y no pudo. Lanzó el móvil contra el suelo, lejos de donde él estaba. Sandra...

No podía hacerlo. No podía volver a verla, pero allí estaba, ocupando toda la pantalla de su ordenador, perdida en ese baile que no hacía más que atraparlo en el pasado, entre sus brazos, entre sus piernas, humedecido por su lengua juguetona y completamente excitado. ¿Cuántos árboles habrán sido testigos de su lujuria? ¿Cuántos taxistas se habrán empalmado tras llevarlxs follando en su asiento trasero? Después de ella, ninguna otra mujer lo había conseguido hechizar de esa manera. Cerraba los ojos y hundía su nariz entre sus rizos negros, embriagándose con su aroma a mandarina. Se perdía en sus ojos de gata y enloquecía en su cálida boquita. Recorría cada centímetro de su piel con sus cinco sentidos, y se entregaba a ella en cada segundo, perdiendo la cabeza un poco más a medida que probaba más y más de ella. Sandra...


La fantasía no era suficiente, necesitaba llamarla, necesitaba poseerla por completo. Pero sabía que no debía hacerlo. Ella fue la droga más dura de dejar, y en ese momento el mono lo estaba a punto de hacer volver a caer. Volvió a cerrar los ojos y la volvió a ver, tan guapa como siempre, con su ropa de mil colores ajustada a su esbelta figura. Le guiñó el ojo mientras se mordía el labio inferior, dando un paso hacia él. Con destreza, salvó el obstáculo de la cremallera de sus pantalones y lo palpó con sus manos pequeñas mientras se acercaba a su oído para susurrarle lo cachonda que estaba. Lo atrajo hacia sí para mordisquearle la oreja a discreción, recordándole que tenía permiso para respirar... y para dar rienda suelta a sus instintos más primitivos. Pronto perdió la consciencia de hacia donde le llevaba su fantasía; todo era placer, todo era ella. Sandra...

En medio de la nube que surcaba su mente y su cuerpo en ese momento, algo le hizo regresar a la realidad. Un sonido irrumpía entre sus frenéticos jadeos. Con la entrepierna caliente y pegajosa, inició la salida de su trance y poco a poco fue discerniendo la melodía de su móvil, que se agitaba en el suelo al igual que su mano lo había hecho sobre su miembro. A medio camino entre la realidad y la fantasía, lo agarró con la mano limpia para leer en la pequeña pantalla: Sandra.

La vocación de Marta



Por fin lo tenía claro. Tantos meses de incertidumbre, tanta búsqueda a ciegas por internet, tanta charlita de orientadores y psicólogas…  El futuro de Marta se encontraba en el mundo de las artes decorativas. Tenía talento y estaba segura de poder canalizarlo ahí. Se acostó rebosante de felicidad en su cama, soñando con la imagen de un diseño suyo siendo portada de alguna revista famosa. Poco a poco se fue hundiendo en la almohada, y sus párpados fueron vencidos por el peso del sueño.



Destellos plateados se filtraban entre las olas, acariciando la luna las plácidas aguas en las que ella flotaba. Se dejaba llevar por la agradable sensación de ingravidez que la hacía volar. Un hormigueo recorría divertido los dedos de sus pies, mientras la sombra de la vigilia acechaba para llevarla de vuelta al mundo real…




La brisa entró por la ventana, agitando las cortinas con delicadeza para acariciar con suavidad su cuerpo casi dormido. Una sonrisa se posó en sus labios y abriendo los ojos, se levantó con premura para dibujar lo que sería su carta de presentación para entrar en la escuela de escaparatismo: un guante… el del mar, el del viento.

Al menos vosotras os tenéis la una a la otra

Silencio. Un aterrador silencio galopa por el cuarto de estar dando coces a cada uno de esos ridículos adornos que con el tiempo habían echado raíces en sus respectivas ubicaciones. Una tenue luz se filtra por la ventana haciendo brillar ese silencio, haciéndolo resplandecer ajeno al transcurrir de las horas. El tiempo se ha muerto en la casa de Beni.

Decidido a no descender al abismo, se levanta pesadamente del sofá, donde había estado tirado probablemente todo el día. Dirige sus pasos descalzos hacia ninguna parte, perdido por ese cuarto de estar que hoy le resulta desconocido, silencioso... vacío. Sin más indumentaria que los calzoncillos que le había regalado su abuela las navidades pasadas, se ve reflejado en la puerta de cristal del armario de la cristalería. “¿Quién es él?”, se pregunta.

Siente los ojos hinchados y la boca seca, y en un gesto por intentar sepultar esa sensación, percibe un hedor que le resultaba vagamente familiar. Levanta un brazo y dirige la nariz hacia su axila descubriendo que su habitual fragancia de “macho seductor” lo había abandonado. El espeso olor del sudor de varios días ocupa ahora su lugar. “Habrá que hacer algo para remediarlo”, piensa mientras mira la puerta que conduce al baño... “En otro momento será”, se dice recordando que no espera visita.

“¿Qué hora será?”, se pregunta. “¡¿Qué más da?!”, se reponde en un vago gesto que intenta esconder su desorientación. Un súbito alarido en su estómago le hace reaccionar. Con desgana se dirige a la cocina para poder picotear algo y en su camino un dolor en el pie derecho le hace olvidar momentáneamente que tiene hambre. Levanta el pie en un torpe movimiento con el que pretende comprobar qué es lo que motiva ese dolor. Descubre mareado una pequeña raja de la que brota un reguero de sangre. El suelo está salpicoteado de rojo tras la herida, tiñendo los cristales rotos que se encuentran desperdigados por el suelo. Ya no recordaba haber roto el marco de esa estúpida foto.

Cojeando se apresura hacia el baño, donde se limita a coger un rollo de papel higiénico y momificar generosamente con él su pequeña herida. Un nuevo alarido lo despierta de su letargo y lo levanta como un resorte del borde de la bañera. Decidido, se dirige nuevamente a la cocina sorteando los cristales y las gotitas de sangre que adornaban el suelo del salón. Una punzada de dolor se le clava en el estómago cuando ve la foto entre los cristales... pero decide que ese dolor no es más que hambre, por lo que prosigue su camino hacia la cocina.

Un paquete de salchichas, un taquito de queso, un par de huevos y un limón son los cómodos habitantes de su nevera. En la alacena el panorama no es mucho más alentador: un mendrugo de pan seco, un paquete de arroz casi vacío, media bolsa de patatas fritas ya rancias, tres polvorones caducados y un paquete sin empezar de cubitos de caldo de verduras. Sin pensárselo demasiado, coge las patatas y las devora con avidez mientras gira sobre sus talones para apoyarse sobre la encimera. La visión que le ofrece el fregadero le hace escupir las patatas en un acto reflejo alimentado por el asco: dos platos cubiertos de moho por los que corretean una pareja de cucarachas. Con una mueca de tristeza les dice: “al menos vosotras os tenéis la una a la otra”.

El primer día de su vida

Esa mañana comprobó en el periódico local que, una vez más, su hermano había recibido un premio en un concurso literario. La espontánea alegría que sintió al ver el nombre de su hermano en el titular dio paso abruptamente a la habitual envidia que solía quemarle la boca del estómago cada vez que eso pasaba. Su hermano era una de las personas a las que más quería del mundo, pero no podía evitar sentirse eclipsada con cada uno de sus triunfos.

Parecía que la genética había dotado a Felipe de un hermoso don, y la había dejado a ella abandonada en el olvido. Diana era una de esas personas cuya ausencia en este mundo no sería advertida por nadie. Nadie la echaría en falta, nadie lloraría su pérdida, nadie escribiría una canción con su nombre por título. Eso le dolía, pero también le hacía sentirse muy ligera. Podía ser cualquier persona en cualquier lugar, ir de un lado a otro sin dejar dolorosas huellas o hacer cualquier cosa con el absoluto conocimiento de que, para bien o para mal, nadie posaría sus ocupados ojos sobre ella.

La frustración dio paso a una agradable sensación de alivio. En uno de esos impulsos que tantas veces la habían empujado a realizar lo que su madre llamaba “estupideces”, dispuso una pequeña mochila sobre la cama, metió en ella dos pares de mudas y salió corriendo presa de la emoción hacia la cocina. Cogió un par de paquetitos de frutos secos, varias piezas de fruta y desechó la idea de robarle dinero a su madre. A donde ella iba, no le iba a hacer falta.

Lo único que la separaba de la libertad era la puerta de su aburguesada casa. La atravesó desprendiéndose de responsabilidades, hipocresías, promesas y, por supuesto, apegos. Nunca el aire había olido tan bien, ni tampoco el sol había brillado con tanta belleza. Comenzó a recorrer el campo hacia ninguna parte sintiendo que aquellos eran los primeros pasos que había dado en toda su vida. Ése era el primer día de su vida.

Amazona de la luna


Sacerdotisa de los cuatro elementos,
tierra, agua, fuego y aire,
aúlla a la luna
invocando a la diosa.

Son los tambores de la tierra
los que marcan el ritmo de su corazón,
que bombea savia
a cada uno de sus tejidos.

Su cuerpo es como el agua,
que fluye sin cauce,
brava y salvaje
sin haber quien la pare.

El fuego arde en su pasión,
que quema entre sus llamas,
acogedor pero peligroso
para el incauto viajero.

Escurridiza como el aire,
que ni se ve, ni se huele,
pero cuyas caricias se sienten
al igual que su aliento.

La diosa se despierta en su sonrisa,
crece en su mirada
y se expresa a través de su palabra,
envuelta en un velo de anodino misterio.

Marcada con hondas cicatrices,
arrastra sus doloridos pies
por la alfombra de la tierra,
recobrando la fuerza de la hechicera.

En continuo proceso de sanación,
se aferra a la vida,
esa dulce prisión
cuyo néctar la ha hecho adicta.

Y es que la amazona de la luna
se ha entregado al destino,
atendiendo a lo que su intuición
dicta en su ciclo femenino.

Evelyn sueña

Hay quien cree que tenemos un rol predeterminado en el mundo. El padre de Evelyn creía saber cuál era el de su hija: servicial esposa, fiel consejera del pueblo y madre proveedora. Quizás lo hubiera sido, de haber decidido serlo, pero sabía que la vida no esperaba eso de ella... ¿Cómo iba a renunciar esta intuitiva brasileña a sus sueños? Nunca se lo perdonaría.

Rojos, morados y verdes, azules, amarillos y naranjas eran los colores de su corazón. No hay experiencia que Evelyn pudiera evitar traducir en un lienzo. Cuanto más alto su padre le gritaba "¡matrimonio!", más alto gritaba ella "¡arte!". Regueros de lágrimas surcaban su rostro mientras veía sus obras atravesadas por los puños de su padre, que se negaba a ver la belleza en ellas. Anclado en la tradición, invisibilizaba el talento de su hija, alimentando en ella un genuino rechazo hacia los hombres.

No hay arrepentimiento en la mirada de Evelyn. Huir del destino al que su padre la había avocado era una dura decisión que debía tomar, antes de acabar pareciéndose a la mortecina figura de su madre... por la cual no puede sentir otra cosa más que lástima. Aún habiendo perdido el contacto, Evelyn ha sabido perdonar, pues sólo en un corazón que ha perdonado hay cabida para el amor.

Brasil sigue siendo hoy la tierra que le da cobijo, ¿cómo iba a abandonarla? El color ha trascendido su interior y todo su entorno vibra a cada paso que ella da, tiñéndose de su alegría, interrumpido unas veces por su tristeza o salpicado otras por su furia. Libre de ataduras y rencores, Evelyn es el pincel que da color a su propia vida, pintando sonrisas en los rostros de quien ose llamar a su puerta.