Esa mañana comprobó en el periódico local que, una vez más, su hermano había recibido un premio en un concurso literario. La espontánea alegría que sintió al ver el nombre de su hermano en el titular dio paso abruptamente a la habitual envidia que solía quemarle la boca del estómago cada vez que eso pasaba. Su hermano era una de las personas a las que más quería del mundo, pero no podía evitar sentirse eclipsada con cada uno de sus triunfos.
Parecía que la genética había dotado a Felipe de un hermoso don, y la había dejado a ella abandonada en el olvido. Diana era una de esas personas cuya ausencia en este mundo no sería advertida por nadie. Nadie la echaría en falta, nadie lloraría su pérdida, nadie escribiría una canción con su nombre por título. Eso le dolía, pero también le hacía sentirse muy ligera. Podía ser cualquier persona en cualquier lugar, ir de un lado a otro sin dejar dolorosas huellas o hacer cualquier cosa con el absoluto conocimiento de que, para bien o para mal, nadie posaría sus ocupados ojos sobre ella.
La frustración dio paso a una agradable sensación de alivio. En uno de esos impulsos que tantas veces la habían empujado a realizar lo que su madre llamaba “estupideces”, dispuso una pequeña mochila sobre la cama, metió en ella dos pares de mudas y salió corriendo presa de la emoción hacia la cocina. Cogió un par de paquetitos de frutos secos, varias piezas de fruta y desechó la idea de robarle dinero a su madre. A donde ella iba, no le iba a hacer falta.
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