viernes, 27 de enero de 2012

Un minuto para Adam

Llegó. En un parpadeo se sentó apoyando su espalda a la luna del establecimiento. Allí se quedó, durante meses, a la intemperie, bajo el sol y la lluvia, ya hiciera frío o calor. Cada mañana se sentaba en su rinconcito, y cada noche se despedía camino a ninguna parte. Su rutina se convirtió en la de todxs y su figura se mimetizó con el mobiliario que al otro lado del escaparate marcaba la diferencia entre dos mundos aparentemente irreconciliables.

Cientos de personas pasaban frente a él cada día y, pasado el tiempo, alguna que otra comenzó a percatarse de su fiel presencia. Siempre tenía una sonrisa que regalarte, aunque su corazón bombeara lágrimas, y pronto llegaron los saludos fortuitos que sin proponérselo dieron lugar a un intercambio humano de trayectorias vitales. Ya nadie ignoraba su nombre, Adam, ni tampoco su procedencia, Ghana.

Su discurso irradiaba alegría y optimismo, aunque entre sus pestañas se hacía legible la tristeza nacida de la soledad. Él era capaz de salir del agujero, era capaz de hablarte en 5 idiomas, era capaz de hacer cualquier cosa de las que tú hacías en tu trabajo, pero la vida lo había llevado a una situación por aquel entonces transitoria. No se pueden contar las personas que a su lado se sentaron, que por él se preocuparon, que un día le daban dinero, otro comida y otro, incluso, trabajo.

Quizás acudió a alguna de esas entrevistas de trabajo, quizás. Un día le llegó la oportunidad de hacerse entre fogones, contexto en el que él había prosperado durante años. Aquellxs que sabían del acontecimiento, esperaron expectantes el resultado de ese reencuentro con la vida laboral. Todxs aplaudían la idea y confiaban que de allí saldría un nuevo Adam, más fuerte y capaz de reconstruir su vida y, siendo un poco ilusxs, de recuperar a su familia. Pero... la energía necesaria para afrontar tal reto hacía tiempo que lo había abandonado, sin él haberse percatado siquiera de ello. Desnutrido y enfermo, sus piernas no obedecieron ante la demanda de sostenerle y le tendieron en el suelo, abatido ante la posibilidad de que ese descenso hacia la exclusión, la marginación y la indigencia no tuviera retorno.



El paréntesis de ilusión dio paso a la habitual jornada laboral de corteses saludos hacia lxs vecinxs y clientes. Las conversaciones con Adam cada vez iban adquiriendo un tinte más fatalista, más iracundo, abandonando la sonrisa por momentos. Su caminar serpenteante por la acera, su higiene cada vez más ausente y su discurso casi esquizoide olían a alcohol. Se hundió. Se perdió. Se fue.

Adam no se volvió a dejar ver por la que había sido su "oficina" durante lo que probablemente haya sido un año, ¿quién sabe medir el tiempo? Algunxs ni se dieron cuenta, otrxs preguntaban por él esporádicamente y unxs poquillxs seguían viniendo con tapers, ropa y monedas, a la espera de que su receptor volviera para aceptar una ayuda que realmente no había pedido a nadie. "¿Qué será de Adam?", nos preguntamos muchxs.

Pasó el tiempo, tan rápido, tan lento. En uno de esos días de calor, en los que el sol y la brisa realmente son regalos que acarician la piel, vi una sombra a lo lejos. Simulaba una cáscara de algo que en algún momento tuvo vida. La distancia, cada vez más corta, dibujaba un contorno a ese personaje al que pronto pude llamar Adam. Sentado bajo otro escaparate distinto, con el sol castigando una piel cuarteada, como esperando a la muerte desde cualquier de sus grietas, miraba hacia ninguna parte, con los ojos medio cerrados ya sea por el alcohol, por el sueño o por la enfermedad. Pellejo sobre hueso, polvo columpiándose entre sus rizos, pies descalzos (aunque el izquierdo vestía una escayola), tristeza dibujada en un rostro sin edad.

Me acerqué, le sonreí, le hablé. Me miró, esforzó una sonrisa desdentada y me respondió, costándole recordar por qué me conocía. Su hija, su mujer, fantasmas presentes en la vida de un espectro. La enfermedad, el sufrimiento, compañeros de viaje de un vagabundo. El mundo es tan pequeño que olvidaba donde se encontraba, pero tan grande que no encontraba el camino a su tierra. ¿Qué le ata a España? ¿Qué le ata a la vida? Rabia en sus gritos, dolor en sus lágrimas. Nos dimos un abrazo empapado en llanto y me alejé impotente preguntándome cuál es el límite que impone el cuerpo, cuándo dice ¡basta! y se desvanece entre lxs vivxs.

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